Al fin, Felipe entra en los Países Bajos. Se acerca el día que podrá abrazar a su padre, después de tanto tiempo, aquellos seis años, desde que le vio partir en la primavera de 1543. Pero Carlos V está atenazado por la gota, postrado en su lecho, incluso sin poder salir de su cámara, ni aun para ir al encuentro del hijo, no ya a la ciudad cercana, sino ni siquiera a las puertas de su palacio de Bruselas. De forma que el Príncipe, penosamente impresionado, ha de apresurarse por las escaleras y pasillos de palacio para echarse conmovido a los pies del Emperador.
Un testigo de la escena nos lo cuenta, y la emoción del momento se transmite a su relato: “… el cual -el Príncipe- corrió a ver a S.M. y arrodillado, se echaron después en los brazos, con grandes transportes de gozo…“
Terminaba el protagonismo de Felipe II. A partir de ese momento, acompañaría a su padre, el Emperador, en su visita a las principales ciudades de los Países Bajos. A partir de ese momento, se sucedieron los grandes festejos por las ciudades de los Países Bajos, los banquetes, los bailes y las cacerías; fiestas entre las que destacaron las organizadas por María de Hungría en sus regios sitios de Binche y Marimont en honor de su sobrino.
Para finalizar diremos que este GRAN VIAJE le aportó a nuestro príncipe Felipe la experiencia de un viaje peligroso por el Mediterráneo, con la mar alborotada; ha caminado por países desconocidos, con gentes de muy distintas costumbres; ha visto ciudades deslumbrantes (Génova, Milán, Innsbruck, Munich, Augsburgo, Bruselas), y ha estado en contacto directo con la gran política, al conocer a hombres de Estado ya famosos en su tiempo: Ferrante Gonzaga, el cardenal de Trento, el duque Mauricio…