Felipe I de Portugal y II de España, hijo de Carlos I y de Isabel de Portugal, nacido en Valladolid, en 1527, contaba con amplia experiencia de gobierno cuando su padre Carlos V abdicó en Bruselas. Los dominios heredados en 1555-1556 por Felipe II eran enormes, dispersos y muy diferentes. A los territorios tradicionales de las Coronas de Castilla y Aragón, había que sumar los reinos peninsulares de Granada y Navarra; Nápoles y Milán en Italia; las plazas del norte de África, las Islas Canarias y las Indias; y en especial la herencia borgoñona: los Países Bajos y el Franco Condado. En contraste con su padre, Felipe II, una vez rey, viajó poco. Después de su regreso a España en 1559 no volvió a abandonar la Península. Prefirió controlar sus territorios por medio del papel que por el contacto directo. Su afán por estar al tanto de los asuntos hizo que, a pesar de su enorme capacidad de trabajo y de la colaboración de secretarios y consejeros, la toma de decisiones sufriera retrasos, en parte estaban justificados por la distancia y la dificultad de las comunicaciones, pero en gran medida se debían a la indecisión del propio Monarca, siempre pendiente de conocer una nueva opinión antes de resolverse.
Felipe II mantuvo la estructura básica del gobierno instaurada por los Reyes Católicos. Al esquema de múltiples consejos que orientaban al rey en el gobierno añadió los de Italia, Portugal y Flandes, síntoma de la complejidad de sus dominios. Heredó, incluso, a alguno de los secretarios importantes de su padre, como Gonzalo Pérez. Así, después de viajar por Italia y los Países Bajos y tras ser reconocido como sucesor regio en los estados flamencos y por las Cortes castellanas, aragonesas y navarras, se dedicó plenamente a gobernar desde la corte madrileña con gran actividad y celo.
Entorno a la villa castellana se desarrolló lo principal de la vida del Rey en los diferentes palacios rodeados de cotos de caza y en el grandioso monasterio de San Lorenzo de El Escorial, en el que pasaba grandes temporadas y donde el acceso a su persona era difícil.
Felipe II se casó cuatro veces; la primera vez en Salamanca, en 1543, con su prima María Manuela de Portugal, hija de Juan III de Portugal y de Catalina, hermana de Carlos V. Felipe tenía dieciocho años. Dos años después de la boda, en 1545 nació su único hijo y heredero, el príncipe Carlos, débil y deforme. Cuatro días más tarde murió la madre, de fiebre puerperal.
Carlos V trató de concretar la alianza matrimonial de Felipe con otra prima, María, hija de Enrique VIII y de Catalina de Aragón. Felipe que contaba por aquel entonces con veintinueve años se resignó a acatar la voluntad paterna. La boda se celebró en 1554, y Felipe permaneció algo más de un año en Inglaterra, no tuvo descendencia. Felipe retornó a los Países Bajos donde le esperaban los amores y el gobierno. La frágil existencia de María Tudor se quebró en 1558.
La Paz de Cateau-Cambrésis propició el tercer matrimonio de Felipe en 1559 con Isabel de Valois, hija de Enrique II de Francia y de Catalina de Médicis. La nueva esposa tenía sólo dieciséis años, su marido la trataba respetuosamente, pero sin pasión. Guadalajara y Toledo acogieron a la nueva pareja real con un fantástico despliegue de colorido, danzas y banquetes. De Toledo, los esposos pasaron a Valladolid. Felipe decidió convertir a Madrid en la residencia real. Felipe quiso vivir como español. A 40 kilómetros de la capital inició la construcción de El Escorial. Felipe e Isabel tuvieron dos hijas, Catalina e Isabel y un hijo que fue el causante de su muere, ya que Catalina murió en el parto en 1568. Ese hijo también falleció prematuramente en 1579. A los 41 Felipe era viudo otra vez.
Su cuarta esposa, Ana de Austria, su sobrina, ya que era hija del emperador Maximiliano II y María, hermana del propio Felipe, en el año 1570, él tenía 43 años y ella 21. Durante el decenio que restaba vivir le dio cinco hijos entre ellos, en 1578, el único varón que sobrevivió al rey, Felipe III. Ana de Austria murió en 1580. Felipe II no se volvió a casar. Falleció en 1598.
La organización política de su Monarquía.
En el interior peninsular destacan diferentes vertientes. La monarquía personal de Felipe II se apoyaba en un gobierno por medio de consejos y de secretarios reales y en una poderosa administración centralizada. Pese a todo su poder, las bancarrotas, las dificultades hacendísticas y los problemas fiscales fueron característicos durante todo su reinado. Su recurso al Tribunal de la Inquisición fue frecuente. Políticamente dicho tribunal fue utilizado para acabar con los conatos de protestantismo descubiertos en la Meseta castellana. Así, la unidad religiosa estaba tan presente en todos los aspectos de la vida de Felipe II que con todo rigor se valió de los autos de fe celebrados en Valladolid para afianzar la Contrarreforma católica.
Política exterior
A la vez, los piratas berberiscos asolaban las costas mediterráneas. Aunque la expedición naval de García de Toledo consiguiera la victoria en Malta (1565), el problema morisco estaba en el interior. Los moriscos de las Alpujarras granadinas protagonizaron la principal sublevación, que no terminaría hasta que don Juan de Austria les derrotó (1569-1571).
El secretario Antonio Pérez (hijo de Gonzalo) tuvo una enorme influencia en los negocios públicos hasta su caída en 1579. Además, en 1568 moría el príncipe Carlos (¿envenenado?), que había sido arrestado debido a sus contactos con los miembros de una presunta conjura sucesoria promovida por parte de la nobleza contra Felipe II. En ambos puntos empezó a afianzarse la “leyenda negra” antiespañola y buena parte de los problemas internos de su reinado.
Internacionalmente, para mantener y proteger su Imperio, continuamente estuvo inmerso en todos los conflictos europeos. Durante su reinado los conflictos externos se sucedieron en varios frentes. Felipe II actuaría en todos ellos teniendo presentes siempre criterios políticos y religiosos.
Heredero de la guerra contra Francia, a pesar de la Tregua de Vaucelles (1556) y nada más comenzar su reinado, ambas casas reales iniciaron su lucha por el control de Nápoles y el Milanesado. En ese contexto, el duque de Alba defendió las plazas italianas, atacando los Estados Pontificios de Pablo IV para deshacer su alianza con Enrique II de Francia. Mientras tanto, los ejércitos castellanos y fuerzas mercenarias derrotaban a las tropas francesas en su propio territorio (San Quintín y Gravelinas 1557 y 1558), origen de las negociaciones de paz del tan beneficioso para los intereses felipistas Tratado de Cateau-Cambrésis del año siguiente. No obstante, la pugna secular por el control europeo entre ambas monarquías continuó con la intervención a favor de los católicos Guisa en las guerras de Religión francesas, hasta que Enrique de Borbón abjuró del protestantismo, rubricándose en 1598 la Paz de Vervins.
Paralelamente, otro gran problema estratégico, comercial y de unidad de la fe era el peligro de la piratería, el bandidaje y las incursiones berberiscas y turcas en el Mediterráneo. Para conjurar dicha amenaza, constituyó, con Venecia, Génova y el Papado, el bloque principal de la Liga Santa contra el Imperio otomano. La flota al mando de don Juan de Austria —con Luis de Requesens y Zúñiga, Álvaro de Bazán, Colonna y Doria— obtuvo la renombrada aunque no decisiva victoria naval de Lepanto (1571).
Contra Inglaterra los resultados fueron menos afortunados, debido al control marítimo militar inglés. Muerta su esposa María Tudor, las relaciones con Isabel I se enrarecieron, hasta que chocaron sus contrapuestas políticas religiosa y económica. En su pugna permanente, apoyando a todos los enemigos castellanos, Isabel de Inglaterra acabó con los católicos reyes escoceses, mientras apoyaba la piratería en el Caribe (Francis Drake) y a los rebeldes holandeses. La conclusión militar vino determinada en 1588 por la derrota de la Armada Invencible capitaneada por el duque de Medinasidonia. A partir de entonces, el poderío naval español en el Atlántico comenzaría su declive.
Felipe II tampoco pudo solucionar el conflicto político-religioso generado en los Países Bajos. Ninguno de sus sucesivos gobernadores, desde Margarita de Parma, pudieron conseguir sus objetivos. Tras las victorias del duque de Alba hasta 1573, ejecutando a Egmont y Hornes, ni Luis de Requesens, ni don Juan de Austria, ni Alejandro Farnesio doblegaron la rebelión de los “mendigos del Mar” calvinistas. Alternando procedimientos suaves con otros métodos muy enérgicos, no consiguieron aplacar la sublevación de los Estados Generales y la definitiva emancipación de Holanda, Zelanda y el resto de las Provincias Unidas.
En cambio, consiguió un gran triunfo político al conseguir la unidad ibérica con la anexión de Portugal y sus dominios, haciendo valer sus derechos sucesorios en 1581 en las Cortes de Tomar.