La política matrimonial de Isabel y Fernando tuvo como uno de sus resultados complicar a España en los problemas europeos más allá de toda provisión, incluyendo los derivados de la dignidad imperial que recayó en un nieto de los Reyes Católicos. ¿Fue una ventaja o una desdicha para España? Los hombres de aquel tiempo discrepaban y los del actual también. Entonces hubo entusiastas de la idea imperial, elevándola incluso a categoría universal, como en el famoso soneto que anunciaba la llegada de una Edad de Oro en la que solo habría «Un monarca, un imperio y una espada».
El autor del soneto al que pertenece este verso, Hernando de Acuña, era vallisoletano, pero los entusiastas de la idea imperial fueron más numerosos en una Andalucía recién unificada, optimista, dispuesta, tras la gran aventura americana, a considerar como posibles, sucesos, prodigios, aventuras que parecían más propias de novelas de caballería. Una Andalucía dispuesta a identificar a Carlos V con Hércules y su divisa Plus Oultre, con el mito de las famosas columnas. Pero la Castilla de los mercaderes y menestrales había conocido de cerca la rapacidad de los acompañantes del joven rey y se temía lo peor. De esta desconfianza surgieron las Comunidades, un movimiento sobre cuyo significado se ha discutido mucho, democrático, según unos, reaccionario, según otros, aplicando conceptos modernos a un ambiente muy distinto: pero los que apuntan hacia una revolución democrática están más cerca de la verdad: según Joseph Pérez no fue casual el hecho de que el movimiento se centrara entre Toledo y Valladolid; era entonces la región más avanzada, había presenciado la inmadurez del joven rey y la avidez de su cortejo flamenco, temía los gastos de las complicaciones exteriores, sufría las consecuencias de una crisis económica y sus poderosos municipios no se resignaban a la tutela a la que los había sometido la reciente acentuación del poder real. Burgueses, obreros especializados, frailes mendicantes sensibles al bien público formaron el núcleo de la revuelta.
La aristocracia también estaba quejosa de la ampliación del poder real a sus expensas; en los primeros momentos algunos de sus miembros se inclinaban hacia el bando comunero; pero al observar (y en este punto la aportación del profesor Gutiérrez Nieto ha sido decisiva) que la revuelta se extendía al medio rural y tomaba allí un sesgo claramente antiseñorial reflexionó y dio marcha atrás: le era más provechoso mantener un orden social que le favorecía aunque para ello tuviera que sacrificar sus ambiciones políticas a un poder real que en este punto no consentía rivales. Tanto el norte como el sur de España permanecieron tranquilos, salvo algún chispazo; en el este las Germanías de Valencia tenían un significado muy distinto. Aislados, los comuneros castellanos tenían que sucumbir (Villalar, 1521).
Desde entonces, la subyugada Castilla y la plata de sus Indias serían la firme base del poder imperial.
Los Reyes Católicos habían rehecho la Hispania romana, culminando un proceso lento, de manera semejante a como los reyes de Francia habían reconstituido la Galia. Eran procesos lógicos, que inspiraban políticas que podríamos llamar nacionales. Pero el conjunto de dominios que heredó Carlos de Gante más bien se parecía a los objetos de un bazar que a una construcción política; de una parte la herencia española, ya de por si vasta y heterogénea: de otra el ambicioso proyecto de los duques de Borgoña, que trataron de crear un gran estado entre Francia y Alemania teniendo como eje al Rin: tierras de formidable potencia económica y espléndida ubicación, crisol de culturas, posible lazo de unión entre germanos y latinos. En la crisis que siguió a la muerte de Carlos el Temerario Francia se apropió de Borgoña, y la retuvo con el pretexto, de sorprendente modernidad, de que era de lengua francesa. Pero el Franco Condado, el actual Benelux y las tierras continuas conquistadas más tarde por Francia constituían una constelación urbana que sólo podía compararse con la del centro-norte de Italia. Y de su abuelo Maximiliano Carlos recibió los dominios patrimoniales de los Habsburgos, situados en Austria, más la pretensión al título imperial que, no por ley sino por costumbre, iba ligada a esta dinastía. El rey Francisco I de Francia quiso romper esta tradición y obtener el título imperial, más a costa de muchas gestiones, promesas y dinero, los que representaban los intereses de D. Carlos consiguieron que ciñera la corona del Sacro Imperio Romano Germánico.
Los intereses de esta vastísima colección de estados eran distintos, y en algunos casos divergentes. Tampoco hubo política económica común, ni su titular tenía los mismos derechos en cada uno de los miembros de este conjunto: no era lo mismo ser rey de Nápoles que conde de Flandes o señor de Vizcaya; en unos casos la autoridad real era absoluta, en otros compartida y en todos los casos más o menos limitada por fueros y privilegios. Este agregado inorgánico tenía como denominador común la persona del soberano: para unificar de alguna manera la política general Carlos V creó un Consejo de Estado, puramente consultivo, en el que participaron personalidades expertas en los problemas de las diversas partes de aquel imperio pero su eficacia no estuvo a la altura de su misión.
Pilotar este conjunto era tanto más difícil cuanto que, por su misma naturaleza, suscitaba muchos problemas y concitaba poderosos enemigos, y la dignidad imperial obligaba no sólo a mantener el orden en el caos alemán, formado por centenares de entidades, sino a tutelar la cristiandad entera, mantener su unidad, defenderla de ataques exteriores y promover su dilatación. En la idea del Imperio estaba incluida la idea de Europa, concebida, desde Carlomagno, como la expresión política de un conjunto de naciones cristianas solidarias. Carlos V era emperador en un doble sentido: el legal, que tenía un contorno centroeuropeo, más los derechos vasalláticos más vagos sobre territorios del norte de Italia, y otros de facto, aplicable al conjunto de sus dominios y que algunos idealistas hubieran querido ver convertido en Monarquía Universal. Ni Carlos V ni sus consejeros abrazaron esta utopía, pero él y sus consejeros tuvieron unas pretensiones hegemónicas justificadas que se manifestaban, entre otros ritos simbólicos, por la precedencia de sus embajadores.
La ideología y el talante personal de Carlos V cuadran perfectamente con la cronología de su reinado. Quizás sorprende que ya en pleno siglo XVI conservara rasgos tan típicamente medievales como la propuesta a Francisco I de dirimir sus diferencias mediante un combate personal. Pero había también en él rasgos muy modernos, como su aguda percepción del tiempo, su pasión por los relojes y otras obras de artificio. Murió en Yuste rodeado de atlas, brújulas y relojes. Esa ambivalencia en cuanto a la cronología la hallamos también en cuanto al espacio. Viajó incesantemente, y aunque esos viajes eran motivados, cuesta creer que los hubiera verificado si no hubiese extraído placer de ellos. Extrovertido y sensual, gustaba del contacto humano hasta que una evolución regresiva lo convirtió en sus últimos años en un hombre misántropo y malhumorado. Tuvo serios problemas familiares, sobre todo con su hermano Fernando, criado en España y que hubiera podido disputarle el dominio de Castilla si no hubiera sido expedido rápidamente a Alemania. La intensidad de sus sentimientos dinásticos, familiares, es otro rasgo que apunta hacia el Medioevo, aunque es verdad que en la Edad moderna los reyes, a pesar del crecimiento del Estado impersonal que acabaría por suplantarlos, eran también muy sensibles a los motivos familiares. Un siglo más tarde, Felipe IV todavía consideraba el conjunto de sus estados como una especie de mayorazgo que había recibido y debía transmitir íntegro a sus descendientes.
D. Carlos solo dominó con perfección dos idiomas: el francés nativo de Borgoña («nuestra patria», como decía a su hijo Felipe en el testamento político de 1548) y el español que aprendió más tarde y llegó a usar con preferencia. Del alemán y del italiano solo tuvo un conocimiento imperfecto. Lo mismo le ocurría con el latín, y esto en aquella época era grave: no sólo dificultaba su comunicación con embajadores y otros personajes sino que revelaba una laguna en su formación y una falta de interés por la alta cultura. D. Carlos estuvo lejos de ser una persona tan culta como su hijo: las referencias que se suelen hacer al erasmismo de Carlos V más bien hay que referirlas a personas de su entorno; en el fondo no había muchos puntos de contacto entre el emperador y el gran humanista, cuya mayor preocupación era la paz entre los príncipes cristianos; Carlos V no buscaba la guerra pero tampoco la rehuía, y Tiziano, pintándolo lanza en riestre, no falseó su imagen. Tenía un enemigo nato, el Islam, concretamente el Turco, entonces en su apogeo; por tierra amenazaba al Imperio, por mar a sus dominios en Italia y España. No se llegó a la confrontación terrestre porque a la vista del ejército que reunió el emperador los turcos levantaron el sitio de Viena, y D. Carlos se contentó con este gesto, no trató de explotarlo y borrar las consecuencias del desastre de Mohacs que pocos años antes, en 1527, puso en poder de los otomanos las llanuras húngaras, incluida Budapest. Las hostilidades en el Mediterráneo tuvieron también carácter defensivo: eran muy grandes las quejas de sus vasallos por la inseguridad no sólo de las comunicaciones marítimas sino de las riberas mediterráneas. La conquista de Túnez alivió sólo parcialmente esta situación, y cuando Carlos V quiso ampliar esta ventaja con la conquista del gran centro pirático de Argel experimentó una derrota que quedó inulta. El ideal de la Cruzada era ya cosa del pasado.
Esta actitud de tibia defensiva ante el Islam se explica porque desde el principio de su reinado se dibujó Francia como el más temible adversario. Con una extensión semejante a la de España, Francia tenía duplicada población, riqueza, posición central y capacidad de recuperación demostrada tras los desastres de la guerra de los Cien años. Francisco I quería ilustrar su reinado asumiendo el papel del príncipe guerrero según el ideal renacentista, que en este punto continuaba la tradición medieval. Los puntos de conflicto con Carlos de Gante eran varios: la pretensión a la corona imperial era nueva en un rey de Francia, pero tenía valedores y dinero; Carlos V triunfó gracias a que Jakob Fugger, el renombrado banquero de Augsburgo, puso al servicio de Carlos todo su capital para comprar la conciencia de los siete electores.
Las aspiraciones de los reyes de Francia a expandirse en tierras italianas eran antiguas. Les atraía aquella presa rica, culta y casi inerme que tenían a las puertas de la casa; no acababan de digerir que hubiesen sido expulsados de Nápoles, donde seguía existiendo un partido angevino (de los Anjou). Ahora, en el reinado de Francisco I, se les había despertado el apetito por el ducado de Milán, riquísimo, de envidiable posición, fértil en ingenios (Leonardo fue amigo entrañable del rey Francisco) y en situación política inestable. Contaba el francés también con dos fuertes bazas: la postura francófila de la república de Venecia y los tratados con los cantones suizos que le proporcionaban excelente infantería. Carlos, en cambio, podía contar con la ayuda de los mercenarios alemanes, los temibles landsquenetes. El 24 de febrero de 1525 chocaron ante los muros de Pavía 28.000 franceses y suizos y otros tantos españoles y alemanes. La fuerte caballería francesa había sido detenida por las largas picas de la infantería y luego destruida por los arcabuceros españoles; el propio rey Francisco había quedado prisionero. Conducido a Madrid, soportó dos años de prisión porque el emperador exigía la devolución de Borgoña que Francisco se resistía a entregar. Venció al fin de su tenacidad, y el fruto de la victoria se redujo a un rescate de dos millones de escudos. El comportamiento de ambos monarcas fue caballeroso; pocos años después Carlos pidió a su rival paso libre para castigar a los rebeldes de Gante y pudo atravesar Francia recibiendo muestras de cortesía y aprecio.
El efecto inmediato de la batalla de Pavía fue extraordinario; el ducado de Milán quedó en poder de los españoles durante dos siglos; los estrategas sacaron sus conclusiones y los diplomáticos también. La hegemonía española en Italia tenía enemigos, y uno de ellos era el papa Clemente VII, un Médici, celoso, como los venecianos y florentinos, del contrastable poder de Carlos en Italia. El castigo que recibió fue terrible: una soldadesca indisciplinada mandada por el condestable de Borbón, un gran feudal francés traidor a su rey, asaltó la Ciudad Eterna y la sometió a un horroroso saqueo, mientras el papa se ponía a salvo en el castillo de Sant Angelo. La impresión en toda la Cristiandad fue tremenda: Carlos V pareció muy afectado, pero ni castigó a los responsables ni devolvió la libertad al papa hasta que no se sometió a ciertas condiciones; pagó un fuerte rescate y más tarde lo coronó emperador en Bolonia, aquella ciudad de altas torres por la que había luchado Julio II y en la que un colegio español fundado por el cardenal Albornoz, ofrecía renombrados cursos de Derecho Romano.
Los años centrales del reinado fueron los más felices para D. Carlos, lo mismo en el plano familiar que en el político. En 1526 celebró sus bodas, seguidas de largas estancias en los palacios de ensueño de Sevilla y Granada. El año siguiente nació su heredero en Valladolid; en 1528 la república de Génova abandona su tradicional alianza con Francia y pone al servicio de la Corona de España su puerto, sus navíos, la capacidad financiera de sus banqueros, los más experimentados de Europa; en 1530 Clemente VII lo corona emperador, en 1535 conquista Túnez y La Goleta. Al mismo tiempo llegaban a Sevilla los despojos fabulosos de las conquistas de Cortés y Pizarro en Ultramar. Era demasiado. En el reloj del destino las agujas iban a cambiar de sentido. Se esperaban los nubarrones en Alemania, en Inglaterra, en Francia. La Reforma luterana seguía su curso, ganando adeptos. Minando a la vez la autoridad política del emperador y la religiosa que él representaba. Inglaterra era el tercero en discordia en un tablero europeo donde se jugaba con pocas fichas: en un duelo hispanofrancés su intervención podía ser decisiva; y la tormentosa vida sentimental de Enrique VIII amenazaba acabar con aquella amistad que Fernando el Católico había cultivado.
Carlos V sabía contenerse; tenía capacidad y paciencia de negociador. Los asuntos internos de sus estados no le interesaban mucho. Los de Castilla los dejó en manos de su esposa hasta su muerte (1539). Después, en las del inteligente y ambicioso D. Francisco de los Cobos. En los años finales en los de su hijo Felipe con el que sostuvo una activa correspondencia; su tema principal, la necesidad de que le enviaran recursos; a medida que se embrollaban las cosas el dinero se hacía cada vez más necesario. Podía hacer frente a Francia y a los turcos, pero los procesos de la herejía en Alemania y las amenazas de Enrique VIII de separarse de la Iglesia católica si el papa no solucionaba su problema conyugal complicaban cada vez más el panorama. ¿Cómo podía el emperador sin deshonrarse consentir que el papa autorizase el repudio de su tía Catalina por el rey de Inglaterra? Al fin, lo que no hizo el papa lo hizo el arzobispo de Canterbury. Inglaterra se separaba de la Iglesia católica y del imperio carolino.
Igual resultado negativo tuvieron las interminables negociaciones con los protestantes alemanes. La muerte de Lutero no solucionó nada; persistieron sus doctrinas y surgieron otros protestantes más radicales al calor de la profunda aversión que en amplios círculos suscitaba la corrupción de la corte romana, los deseos sinceros de una reforma eclesiástica y las ambiciones de los príncipes que aumentaban su poder y se enriquecían con la secularización de los ricos obispados y abadías. Por su parte, el papado también tenía mucho interés por la celebración de un concilio en el que, además de cuestiones de fe, se tratara de la deseada y temida reforma. Las sesiones se inauguraron en Trento, ciudad situada en terreno que podría llamarse neutral, entre Italia y Alemania; pero el objetivo principal, por el que tanto luchó D. Carlos, mantener la unidad de la Cristiandad, no se logró, pues los protestantes no acudieron, y los decretos conciliares, en vez de zanjar las diferencias las ahondaron.
En los años finales del reinado de Carlos V prematuramente envejecido pero todavía lleno de ardor combativo se dispone a cortar el nudo gordiano por las fuerzas de las armas. Muchos protestantes alemanes no se adhirieron a la liga de Smalkalda; aunque difieran en materia religiosa le reconocen como soberano legítimo; apoyado por contingentes de la famosa infantería española triunfa sobre la Liga de Smalkalda en Mühlberg. En el mismo año (1547) mueren Francisco I y Enrique VIII. Se abren nuevos horizontes. Suspendido el concilio, Carlos V sobrepasando todo lo que la ley y la costumbre reconocía a la potestad regia en materia eclesiástica, dicta un Ínterin, un credo que debían observar protestantes y católicos hasta que el concilio universal decidiera. El príncipe D. Felipe es llamado a Flandes para que tome contacto con sus futuros vasallos. Todo parece preparado para una transmisión pacífica de poderes: y de repente, todo se derrumba; reaparece la guerra religiosa en Alemania, ahora con el apoyo del nuevo rey francés Enrique II, a quienes los protestantes alemanes entregan Metz, Toul y Verdún, ciudades imperiales. Sorprendido por los acontecimientos, D. Carlos ha tenido que huir a Italia, atravesando los Alpes nevados en pleno invierno. En un último esfuerzo sitia Metz con un ejército numeroso que, incapaz de conquistar la ciudad, es diezmado por las enfermedades y las deserciones. Enfermo y desmoralizado D. Carlos renuncia en su hijo sus inmensos dominios; pero la corona imperial será para el hermano menor, Fernando.
El epílogo de Yuste se conoce hasta ahora en sus menores detalles; el señor de ambos mundos, aquejado de la gota, apenas se mueve de sus modestos aposentos. Acompaña con frecuencia a los monjes en el coro y el refectorio, pesca en un reducido estanque. Y su mesa sigue estando tan bien provista de viandas como siempre. Sigue el curso de los acontecimientos mundiales, se alegra de la victoria de San Quintín, exige a su hijo que se castigue a los herejes. También le indignó mucho que los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla entregaran a sus dueños un gran cargamento de plata al que él ya había echado los tejos. Genio y figura…