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La sequía: el problema eterno del campo ilicitano

Como apunta Brotons García (2000: 113), las tierras del campo de Elche eran secanos hasta principios del siglo XX. Como tales, los cultivos allí plantados estaban supeditadas a una lluvia escasa, que cuando llegaba casi no se notaba o inundaba los campos. Si se revisan los datos pluviométricos, puede entenderse hasta qué punto los agricultores ilicitanos estaban condicionados por el régimen meteorológico, pues, como se ha dicho anteriormente, más de la mitad que regaba estos campos procedía de fuertes tormentas que conllevaban torrenteras y aluviones.

Esta adversidad del clima puede rastrearse durante toda la historia del territorio ilicitano, ya sean épocas antiguas y clásicas, como medievales y modernas. En el caso que nos ocupa, trataremos de sintetizar la información disponible para el siglo XVIII. Lo primero que se recoge (Brotons García, 2000: 115) es que estuvo caracterizado por una extrema aridez y sequía. El primer síntoma de ello es el conjunto de casi cuarenta referencias en las Actas de Cabildos a esta sequía, en los que recogen, entre otros, las rogativas realizadas, sacando a los santos a recorrer las calles para propiciar la lluvia.

Pueden establecerse cuatro períodos de largas sequías anuales que afectaron el agro ilicitano:

–          1727 – 1741  (14 años)

–          1763 – 1783  (20 años)

–          1786 – 1789  (4 años)

–          1797 – 1804  (8 años)

Destaca especialmente la segunda mitad de siglo, en la que prácticamente estos períodos de extrema aridez se solapan entre ellos, causando verdaderos estragos en la población. Prueba de ello es una noticia recogida en dicho libro, en la que “…por la pertinaz sequia, principia la migración de gente jornalera y algunos hacendados”

Sin embargo, estos períodos de largas sequías iban unidos de forma inherente con la llegada de fuertes lluvias torrenciales, acarreando inundaciones en los campos, pero también cuantiosos desperfectos en la urbe. Para este siglo, contamos con la referencia de dos de estas lluvias: una el 31 de octubre de 1751, que afectó gravemente al Puente de la Virgen; y otra el 8 de septiembre de 1793, principal causante de la caída de la presa del Pantano de Elche y el casi derrumbe del Puente de la Virgen, por aquel entonces muy afectado aún por las lluvias anteriores.

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Antecedentes económicos: Elche en el siglo XVII

Durante el siglo XVII, la economía ilicitana fue recuperándose progresivamente tras las adversidades de épocas anteriores. Sin embargo, a pesar del auge agrícola experimentado por determinados cultivos (como el olivo o la barrilla), la recuperación no hubiese sido posible sin el rendimiento de tres actividades económicas paralelas: la fabricación y exportación de jabones; la ganadería; y la pesca y caza en las proximidades de la urbe (Ruiz Torres, 1978).

El inicio de la lenta recuperación agrícola arrancó a finales de siglo, gracias al estímulo del alza de precios iniciada en torno al 1680. Promovida principalmente por la nobleza local (terratenientes en gran parte) y un pequeño sector de agricultores con un nivel económico más alto junto con algunos comerciantes, esta bonanza económica atrajo a la población del territorio circundante.

La férrea reglamentación del municipio foral dificultaba el libre comercio de los excedentes agrarios. Este código defendía principalmente la pequeña industria local de jabones y la economía agrícola de subsistencia. Esta política tenía por objetivo mantener el equilibrio entre las fuerzas productivas de la ciudad, esto es, la agricultura, ganadería, y la industria jabonera. La pequeña producción campesina se mantenía principalmente por el uso de tierras comunales y a la incorporación del incipiente capital industrial, procedente de las manufacturas. Por otra parte, el municipio velaba por la ganadería ilicitana regulando los pastos y controlando el ganado de la urbe, así como la trashumancia aragonesa (Ruiz Torres, 1978). De esta forma, esta reglamentación impedía el crecimiento de la superficie cultivada, afectando gravemente a los grandes propietarios; así como el desarrollo del comercio exterior, dificultando la plantación de cultivos enfocados a ello, como la barrilla, el aceite o la cebada, cuyos excedentes encontraban grandes problemas para incorporarse a los circuitos comerciales exteriores.

Este panorama coincide con la Guerra de Sucesión y, por ende, con el enfrentamiento entre aquellos sectores partidarios de un centralismo que conllevaba la desaparición del sistema foral (vertiente apoyada sobre todo por la nobleza local); y los que defendían el antiguo sistema instaurado por la Corona de Aragón, con las autoridades municipales como principales garantes (Ruiz Torres, 1978). El resultado de la guerra, por lo tanto, fue decisivo. Tras la victoria borbónica, el municipio tradicional que hasta el momento había sido Elche, entró en una profunda crisis que conllevó la pérdida de las tierras comunales, gracias al proceso de enajenación de tierras en favor de la oligarquía local; y la caída de la producción jabonera, en decadencia progresiva tras la desaparición de las instituciones que protegían estas manufacturas. Sin embargo, de forma coetánea, Elche conoció la expansión agrícola protagonizada por esa oligarquía beneficiada con la guerra; así como la orientación casi completa de los cultivos ilicitanos al comercio exterior, siendo el aceite, la barrila y la cebada los principales productos exportados.

Es decir, tras la Guerra de Sucesión (inicio de este blog), se consolida en Elche el denominado “modelo castellano”, caracterizado principalmente por la hegemonía de los grandes propietarios terratenientes y los comerciantes dedicados a las exportaciones, eliminando todo el sector artesanal y manufacturero que tuvo la urbe (Ruiz Torres, 1978).