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Economía y vida cotidiana en el Elche del XVIII

Después de observar detenidamente las cifras de la producción agraria, podemos llegar a otro tipo de conclusiones sobre las características de la agricultura ilicitana en el siglo que nos ocupa. Si añadimos además otros datos de índole propiamente agrario, como los cultivos específicos, ganado, etc, obtendremos como resultado una vista general de la economía y vida cotidiana de la Elche del XVIII.

El primer factor que se confirma con seguridad es la preponderancia de la agricultura sobre la ganadería. Los datos disponibles nos permiten confirmar este hecho, con una proporción, planteada por Ruiz Torres (1978: 80), de 1 cabeza de ganado por cada 3 habitantes ilicitanos, de lo que se deduce que tanto la carne como la leche eran productos muy alejados del consumo habitual. En cuanto a los datos para el ganado destinado a la labor, la proporción sería exactamente 1 animal por cada 6 labradores, lo que también explica la abundante oferte de trabajo jornalero en Elche, ya que la fuerza para trabajar el campo era, casi de forma exclusiva, la humana.

Hablando ya de la agricultura, los tres cultivos clave de la economía ilicitana eran la cebada, el olivo y la barrilla. La primera era propia de tierras de secano y el olivo de regadío. Ambas ocupan las tres cuartas partes de los campos de Elche. La barrilla, en menor frecuencia, estaba vinculada también al regadío. El trigo fue siempre muy escaso y se importaba para la minoría que lo consumía.

Sin embargo, también encontramos otros productos agrícolas que eran muy abundantes, sobre todo las palmas y los dátiles, aunque también higos, vid, algarrobas y, especialmente a finales de siglo, almendras. El esparto y el comino, muy populares en otros tiempos, decaen a principios de siglo, mientras que la paja y la alfalfa ganan terreno a mediados del mismo. Los frutales, verduras y algunas legumbres como garbanzos y lentejas nunca dejaron de cultivarse en el agro ilicitano.

Otro dato interesante es la alimentación. Según fuentes de archivo, que hablan de la dieta cotidiana, la alimentación habitual en esta época estaba compuesta por pan de cebada, legumbres, arroz y pescado. Salvo el arroz (que se importaba, pero era más popular que el trigo), los otros tres se producían en Elche y su territorio con abundancia.

 

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La sequía: el problema eterno del campo ilicitano

Como apunta Brotons García (2000: 113), las tierras del campo de Elche eran secanos hasta principios del siglo XX. Como tales, los cultivos allí plantados estaban supeditadas a una lluvia escasa, que cuando llegaba casi no se notaba o inundaba los campos. Si se revisan los datos pluviométricos, puede entenderse hasta qué punto los agricultores ilicitanos estaban condicionados por el régimen meteorológico, pues, como se ha dicho anteriormente, más de la mitad que regaba estos campos procedía de fuertes tormentas que conllevaban torrenteras y aluviones.

Esta adversidad del clima puede rastrearse durante toda la historia del territorio ilicitano, ya sean épocas antiguas y clásicas, como medievales y modernas. En el caso que nos ocupa, trataremos de sintetizar la información disponible para el siglo XVIII. Lo primero que se recoge (Brotons García, 2000: 115) es que estuvo caracterizado por una extrema aridez y sequía. El primer síntoma de ello es el conjunto de casi cuarenta referencias en las Actas de Cabildos a esta sequía, en los que recogen, entre otros, las rogativas realizadas, sacando a los santos a recorrer las calles para propiciar la lluvia.

Pueden establecerse cuatro períodos de largas sequías anuales que afectaron el agro ilicitano:

–          1727 – 1741  (14 años)

–          1763 – 1783  (20 años)

–          1786 – 1789  (4 años)

–          1797 – 1804  (8 años)

Destaca especialmente la segunda mitad de siglo, en la que prácticamente estos períodos de extrema aridez se solapan entre ellos, causando verdaderos estragos en la población. Prueba de ello es una noticia recogida en dicho libro, en la que “…por la pertinaz sequia, principia la migración de gente jornalera y algunos hacendados”

Sin embargo, estos períodos de largas sequías iban unidos de forma inherente con la llegada de fuertes lluvias torrenciales, acarreando inundaciones en los campos, pero también cuantiosos desperfectos en la urbe. Para este siglo, contamos con la referencia de dos de estas lluvias: una el 31 de octubre de 1751, que afectó gravemente al Puente de la Virgen; y otra el 8 de septiembre de 1793, principal causante de la caída de la presa del Pantano de Elche y el casi derrumbe del Puente de la Virgen, por aquel entonces muy afectado aún por las lluvias anteriores.

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El Elche del XVIII que vio Cavanilles

En el año 1791, el por entonces rey de España, Carlos IV, le ordenó al botánico Antonio José Cavanilles recorrer todos los territorios de la corona hispánica para estudiar detalladamente la flora que en ellos habita. Esta ingente labor que tardó en realizar unos cuantos años, tuvo como resultado la obra Observaciones sobre la Historia Natural, Geografía, Agricultura, población y frutos del reyno de Valencia. Con el título ya puede deducirse que Cavanilles hizo algo más que recoger información sobre plantas. A día de hoy, esta obra sigue siendo una obra de referencia para cualquier estudio botánico o paisajístico.

Ciñéndonos al caso que nos ocupa, sabemos que Cavanilles llegó a Elche durante el verano de 1793. Procedente de Aspe, en su obra queda recogida la primera impresión que tuvo de la urbe ilicitana:

“Cuando se perciben las inmediaciones de Elche, y en ellas aquel bosque dilatado de olivos, precedido de tanto campo cultivado; cuando en el centro de los olivos se ve aquella multitud de empinadas palmas que ocultan los edificios y parte de las torres y cúpulas de la Villa más populosa del Reino, es tanta la sorpresa, tan dulce la sensación, que el espectador desea llegar a aquel nuevo país, para conocer a fondo su valor, su hermosura, sus producciones y habitantes, digno todo de ser escrito exactitud”

Cavanilles cuenta cómo las tierras ilicitanas son regadas por las aguas salobres del Pantano, donde se obtiene mucho aceite, vino, trigo, palmas, dátiles y algodón. También señala los problemas clásicos del agro de Elche, entre los que destaca la falta de agua, causante principal de años con escasez de frutos y poco rentables para sus propietarios. Elogia por ello a estos últimos, apegados a sus terruños y que “no se desalientan, porque conocen la bondad del suelo que cultivan, y saben que acudiendo las aguas, les faltaran graneros para guardar el fruto”.

El autor también trata de forma exhaustiva las características de las palmeras ilicitanas, hablando de su reproducción, la variedad de dátiles y cómo éstas se cultivan en los huertos.

Por otra parte, cifra en 20.000 los habitantes de Elche, añadiendo que la población había aumentado en los cuarenta últimos años.

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La colonización de los Carrizales (II)

La séptima condición de la Real Cédula (1748) que regulaba la colonización de los Carrizales, establecía los derechos y condiciones a los que estaban sujetos los enfiteutas: “…por cada cien tahúllas de tierra que se establezcan, ofrece y se obliga vuestro patrimonio (del Duque de Arcos) a dar tres trahullas señaladas en el sitio que elija la persona que (se) establezca para que en ellas pueda formar barraca y criar aquellas legumbres o alfalfa que necesite, al consumo de su casa y caballerías o para los fines que le parezca…” (Brotons García, 2000: 94 – 95).

Por otra parte, el proyecto de colonización de los Carrizales ilicitanos llevaba consigo la construcción de un caserío en la Sierra del Molar destinada al asentamiento de los enfiteutas. La ubicación del mismo quedaba sujeto a la elección del Duque de Arcos y su erección quedaba en manos de los nuevos habitantes. La cédula fijaba la construcción de este edificio en un máximo de tres años, un plazo que no se llegó a cumplir. Las razones de esta demora (Brotons García, 2000: 95) parecen radicar en la posesión de casas de los enfiteutas cerca de estos territorios (o incluso en la misma Elche), por lo que no había un interés apremiante en su construcción, como también manifiesta el tardío inicio (1791) de la iglesia del caserío.

Otro aspecto tratado en la cédula, muy interesante para estudiar la evolución de la agricultura ilicitana, es la variedad de cultivos que podían plantarse en las nuevas tierras por colonizar. Se estipula de forma clara y precisa la obligación de plantar exclusivamente olivares y viñedos, excluyendo bajo todo concepto cualquier variedad de árbol frutal. Sin embargo, estas restricciones se aplican a la mayoría de la tierra cultivable, excluyendo aquellos márgenes más estériles, donde sí podían plantarse “…aquellos arboles frutales que le parezcan de mas provecho, como también álamos blancos, mimbres, …”.

Estos y otros muchos aspectos quedaron estipulados en esta Real Cédula de 1748. Sin embargo, la colonización de los Carrizales fue más dificultosa de lo que pudiese parecer en un principio. Gran parte del tiempo se destinó a las construcciones relacionadas con el riego, como los canales para el riego, drenaje, etc.

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La colonización de los Carrizales (I)

Los Carrizales de Elche, también conocidos como la Balsa Llarguera, se situaban en la zona meridional del término municipal ilicitano. Eran un conjunto de tierras comunales, cuya posesión residía en el señorío real, formadas por un erial freático y pantanoso, cubierto de maleza donde habitaban diversas aves acuáticas y peces. Dado su carácter comunal, estas tierras servían de sustento principal a aquellas personas particularmente pobres, aportando caza menor y pesca.

No obstante, tras la Guerra de Sucesión, el Duque de Arcos, poseedor del señorío ilicitano y favorecido por el resultado de la guerra, consiguió del rey la jurisdicción sobre los Carrizales y la Albufera. En el año 1730, se produjo la correspondiente delimitación de estos territorios, ahora posesión del duque, mediante mojones señalizadores. Años después, más concretamente en el 1748, el Duque de Arcos se hizo, de la manos de Fernando VI, con la real cédula que establecía la colonización de los Carrizales de Elche.

En esta cédula, compuesta por cerca de cuarenta condiciones, se establece la cesión de estas tierras en enfiteusis a los futuros colonos, que tomarían posesión de ellas siguiendo un proceso paralelo (siguiendo el propio texto real) al de las Fundaciones Pías, proceso colonizador iniciado por el Cardenal Belluga, cuyas tierras colindaban con el territorio de los Carrizales ilicitanos.

El Duque de Arcos pasaba a ser Señor Solariego de estas tierras, reforzando así sus derechos de propiedad, ya concedidos antaño con la cesión de la jurisdicción. Sin embargo, se establece en la cédula la obligación del duque a construir los azarbes, puentes y partidores que sean necesarios, así como su compromiso al consiguiente mantenimiento de esta infraestructura (Brotons García, 2000: 93).

En cuanto a la irrigación para los cultivos, la real cédula aclara que estas tierras se regarán “…con las aguas que se recogan por dichos azarbes principales, sobras de las Fundaciones Pías del Cardenal Belluga, contiguas a los referidos al marjales, y que si alguna mas pudiesen adquirirse del rio Segura, a que tiene derecho el Marquesado de Elche, en la presa de Rojales”. No obstante, en los documentos no consta que se llegasen a utilizar nunca las aguas del Segura, ciñéndose únicamente a las aguas sobrantes de las Fundaciones Pías (Brotons García, 2000: 94).

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El aumento de la producción agraria en el siglo XVIII: cifras y datos

El crecimiento de la producción agrícola en Elche durante el siglo XVIII es un hecho innegable. Como se ha visto anteriormente, la Guerra de Sucesión provocó un cambio en el modelo económico, pero no su colapso. Son numerosas las fuentes que nos hablan de este aumento productivo, pero a día de hoy es difícil cuantificarlo.

De lo primero que tenemos noticias es de la necesaria roturación y ampliación de tierras para poder desarrollar ese aumento. Según las fuentes estudiadas, las roturaciones  de baldíos, montes y pantanos iniciaron tras la Guerra de Sucesión y a mitad de siglo ya alcanzaban proporciones notables (Ruiz Torres, 1978). En varios documentos de archivo fechados en torno a los años 1760 y 1770 se entiende que apenas quedan lagunas o dehesas para ampliar el territorio, al igual que tampoco quedan más bosques para talar o tierras para pasto.

Disponemos de ciertas cifras que ilustran muy bien este aumento productivo. Según el estudio de V. González realizado en base a dos padrones hallados en el archivo ilicitano. Si bien es cierto que hay que tomar estos datos con cierta cautela, la extrapolación de datos ofrece una imagen realmente espectacular. En torno al primer tercio del siglo XVIII, se calcula una superficie cultivada de 123.000 tahúllas (cerca de 11.707 hectáreas), mientras que a finales de siglo encontramos cerca de 234.200 tahúllas (22.318 hectáreas). Es decir, un incremento del 91% de la superficie cultiva en menos de medio siglo. Un crecimiento que sólo tiene comparación con el aumento demográfico experimentado también en Elche.

De esta forma, el crecimiento productivo del siglo XVIII estuvo íntimamente vinculado con el crecimiento de la superficie cultivada, fácilmente observable en los datos anteriores. La población ilicitana explotó al máximo los recursos naturales de su entorno, aprovechando el impuso demográfico y los intereses de la nueva clase terrateniente, producto de la reciente guerra.

Por otra parte, estos datos ilustran, de forma paralela, la transformación casi total del paisaje ilicitano, resultado sobre todo de las exhaustivas roturaciones llevadas a cabo en el territorio circundante, incluidas tierras marginales, saladas y pantanosas.

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Antecedentes económicos: Elche en el siglo XVII

Durante el siglo XVII, la economía ilicitana fue recuperándose progresivamente tras las adversidades de épocas anteriores. Sin embargo, a pesar del auge agrícola experimentado por determinados cultivos (como el olivo o la barrilla), la recuperación no hubiese sido posible sin el rendimiento de tres actividades económicas paralelas: la fabricación y exportación de jabones; la ganadería; y la pesca y caza en las proximidades de la urbe (Ruiz Torres, 1978).

El inicio de la lenta recuperación agrícola arrancó a finales de siglo, gracias al estímulo del alza de precios iniciada en torno al 1680. Promovida principalmente por la nobleza local (terratenientes en gran parte) y un pequeño sector de agricultores con un nivel económico más alto junto con algunos comerciantes, esta bonanza económica atrajo a la población del territorio circundante.

La férrea reglamentación del municipio foral dificultaba el libre comercio de los excedentes agrarios. Este código defendía principalmente la pequeña industria local de jabones y la economía agrícola de subsistencia. Esta política tenía por objetivo mantener el equilibrio entre las fuerzas productivas de la ciudad, esto es, la agricultura, ganadería, y la industria jabonera. La pequeña producción campesina se mantenía principalmente por el uso de tierras comunales y a la incorporación del incipiente capital industrial, procedente de las manufacturas. Por otra parte, el municipio velaba por la ganadería ilicitana regulando los pastos y controlando el ganado de la urbe, así como la trashumancia aragonesa (Ruiz Torres, 1978). De esta forma, esta reglamentación impedía el crecimiento de la superficie cultivada, afectando gravemente a los grandes propietarios; así como el desarrollo del comercio exterior, dificultando la plantación de cultivos enfocados a ello, como la barrilla, el aceite o la cebada, cuyos excedentes encontraban grandes problemas para incorporarse a los circuitos comerciales exteriores.

Este panorama coincide con la Guerra de Sucesión y, por ende, con el enfrentamiento entre aquellos sectores partidarios de un centralismo que conllevaba la desaparición del sistema foral (vertiente apoyada sobre todo por la nobleza local); y los que defendían el antiguo sistema instaurado por la Corona de Aragón, con las autoridades municipales como principales garantes (Ruiz Torres, 1978). El resultado de la guerra, por lo tanto, fue decisivo. Tras la victoria borbónica, el municipio tradicional que hasta el momento había sido Elche, entró en una profunda crisis que conllevó la pérdida de las tierras comunales, gracias al proceso de enajenación de tierras en favor de la oligarquía local; y la caída de la producción jabonera, en decadencia progresiva tras la desaparición de las instituciones que protegían estas manufacturas. Sin embargo, de forma coetánea, Elche conoció la expansión agrícola protagonizada por esa oligarquía beneficiada con la guerra; así como la orientación casi completa de los cultivos ilicitanos al comercio exterior, siendo el aceite, la barrila y la cebada los principales productos exportados.

Es decir, tras la Guerra de Sucesión (inicio de este blog), se consolida en Elche el denominado “modelo castellano”, caracterizado principalmente por la hegemonía de los grandes propietarios terratenientes y los comerciantes dedicados a las exportaciones, eliminando todo el sector artesanal y manufacturero que tuvo la urbe (Ruiz Torres, 1978).

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Aproximación a la economía ilicitana: las principales fuerzas económicas

No es fácil establecer una diferenciación precisa de las diferentes fuerzas productivas en el Elche del XVIII. Sabemos que, como en gran parte de la península en época moderna, la principal actividad económica de la ciudad era agraria. Sin embargo, mediante el estudio exhaustivo de la documentación de archivo, han sido documentadas otro tipo de actividades productivas que enriquecen el panorama económico ilicitano.

No obstante, las fuentes disponibles son escasas e imprecisas en este aspecto, por lo que poco podemos saber más allá de la aparición nominal de diferentes profesiones en la documentación de archivo. Aun así, podemos afirmar la existencia en la urbe de profesiones destinadas a cubrir las necesidades de la vida cotidiana, como los carpinteros, sastres, zapateros, horneros, albañiles, herreros o molineros. Sin embargo, también se han documentado otras labores menos comunes, como chocolateros, alpargateros o coheteros.

En este aspecto, llaman la atención dos industrias fuertes en la ciudad ilicitana: la jabonera y la textil. La fabricación de jabones nunca formó un gremio definido y, aunque en esta época estaba en decadencia, aún seguía dando trabajo a gran número de ilicitanos. Por otra parte, la documentación de archivo muestra una cantidad notoria de profesiones relacionadas con la industria textil, como sastres, tejedores, sogueros o cordeleros. Sin embargo, la industria textil sufrirá un gran revés a mediados del siglo XIX.

Siguiendo el estudio de los padrones del siglo XVIII realizado por Ruiz Torres (1978), podemos establecer una relación estadística de las principales fuerzas económico – productivas de Elche. No obstante, este tipo de análisis debe tomarse con cierta flexibilidad dada la ambigüedad de las fuentes, así como la certeza de la presencia de datos incompletos en las mismas. Como se ha dicho arriba, la actividad principal de la ciudad era la agricultura, estimada en un 70%. Las profesiones descritas anteriormente, es decir, todas aquellas relacionadas con las artesanías y las manufacturas representarían un 10%. Por otra parte, ha sido posible aislar un 4% de la población que vivía esencialmente del comercio, ya sea de su excedente agrícola, como de manufacturas, ganado, etc. En el extremo superior de la pirámide social, encontramos un 2% que representa la nobleza local de la ciudad, compuesta principalmente por grandes terratenientes que viven de rentar sus territorios, así como del pequeño clero afincado en la ciudad. Finalmente, en el extremo opuesto, hallamos un 14% de población carente de propiedades y trabajo, supervivientes gracias a la caridad, y calificados como “pobres” en los padrones.

De esta forma, como señala Ruiz Torres, en el siglo XVIII existían en Elche condiciones más que favorables para el surgimiento de un capital industrial auspiciado por un equilibrio en el sector agrario y mantenido por una rica heterogeneidad de artesanías tradicionales. Sin embargo, la crisis agraria del siglo XIX afectará gravemente a estos oficios, volviendo a un sector primario mayoritario que acabó por dinamitar la riqueza artesanal de la ciudad.

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