En primer lugar, el carácter endémico del paludismo o fiebres tercianas, se vincula en las centurias modernistas tanto a la expansión de los cultivos arroceros como a la proliferación de áreas pantanosas y encharcadas. Si el arroz favoreció el incremento de la población valenciana durante este siglo, en muchas ocasiones, provocó la muerte de sus cultivadores.
Arrozales, lagunas y pantanos tenían buena culpa de esta situación de permanente peligro, pero no menos responsabilidad cabe achacar a las deficientes infraestructuras higiénico-sanitarias observables en pueblos y ciudades, así como la inexistencia de una adecuada política asistencial, ya que resultaba evidente que la enfermedad se cebaba en los grupos humanos más desvalidos. Si bien, aunque el paludismo no resultaba ser mortal, sí que originaba una morbilidad elevada que repercutía negativamente sobre las actividades agrícolas.
En el verano de 1746 las fiebres atacaron con crueldad a los más desvalidos que se concentraban en los arrabales de la ciudad de Elche. Las condiciones de insalubridad y la pobreza en que se hallaban gran parte del vecindario fueron las causas desencadenantes de la epidemia.
Durante la década de los sesenta las tercianas se dejaron sentir con inusitada intensidad, a juzgar por las innumerables referencias al problema que podemos hallar en las actas capitulares.
Ya en las década de los ochenta el paludismo desbordó sus límites naturales para extenderse por la totalidad del país, elevando así su carga mortífera. La epidemia de 1786 no alcanzó graves proporciones a tenor de las cifras manejadas. Los contagiados fueron, en la mayoría de los casos, jornaleros que habían contraído las tercianas en Castilla. Un ejemplo de esta epidemia lo hallamos en Elche en 1787, donde los afectados tornaron a ser “los pobres miserables que carecen del alimento preciso y medicinas necesarias para su debida curación” (AMO, nº 71, 28-9-1787).
En cuanto a la actuación de los poderes públicos contra la epidemia, el recurso de la limosna que habitualmente prodigaba la Iglesia en estos casos solía representar un respiro, ya que muchas poblaciones carecían de recursos en su partida presupuestaria para atajar la enfermedad, como queda demostrado en la insolvencia mostrada por la ciudad de Elche en 1787, incapaz el ayuntamiento de cumplir las disposiciones relativas al empleo de determinados fondos en caso de necesidad.
Uno de los remedios para las fiebres tercianas fue el empleo de la corteza de quina. El uso de esta planta americana como remedio para las fiebres, se generalizó en las últimas décadas del siglo XVIII, tras las recomendaciones hechas por el Real Protomedicato en su informe emitido en 1785.
Por lo tanto, el carácter endémico y recurrente de las tercianas quedaba así manifiesto especialmente en aquellos sectores de la población que, por ubicación geográfica y condición social, estaban más expuestos a la perniciosa picadura del mosquito transmisor de la enfermedad (Alberola y Bernabé, 1998-99. pp. 95-112).