“Mucho más fervorosamente adorada me juzgo al ver que todos me llevan en el corazón, me confiesan con la conducta y me imitan en la vida. Por cierto, que no es éste el género de culto más frecuente, ni aun entre los cristianos. ¡Cuántos de éstos ofrecen a la Virgen Madre de Dios una vela encendida en pleno mediodía, que es cuando no le hace falta alguna! Y, sin embargo, ¡cuán pocos se esfuerzan en imitarla en su castidad, su modestia y su amor divino! Éste sería, sin embargo, el culto verdadero y, con mucho, el más agradable al cielo” (Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura, capítulo XLVII).
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Desde el capítulo XL, Erasmo empieza a atacar la religiosidad exterior y la superstición, así como a sus practicantes. Por tanto, va contra los que se complacen en escuchar o explicar falsos prodigios y milagros (ya sea para matar el tiempo o por ánimo de lucro), contra aquellos que veneran las imágenes y pinturas pensando que van a solucionar todos sus males, los que creen que pueden encontrar una forma mundana de reducir la estancia en el Purgatorio, los que se dedican a recitar salmos y textos sagrados de memoria…Todas estas prácticas hacen que se olvide la verdadera esencia del cristianismo y llevan a una religión puramente formal. El Nuevo Testamento y el mensaje de Cristo supone un cambio con respecto a la tradición judía precisamente en ese sentido: se coloca por encima de las leyes y de los formulismos a las personas y a sus obras. Así, podemos recordar las quejas de los judíos cuando Jesús cura en sábado, el caso de la prostituta a la que la ley condena y él decide salvar… Frente a una religión con unas normas claramente establecidas, el cristianismo aparece en sus orígenes como una renovación que pretende ser más coherente. Sin embargo, con el paso del tiempo, la tendencia será la misma. Muy pronto aparece la necesidad de regular aquello que se debe creer y aquello que no, de establecer los criterios por los que un cristiano puede recibir tal nombre, de controlar todas las prácticas. Ello implica un aumento de la complejidad de las formas religiosas: los dogmas proliferan y para demostrar que se es buen cristiano es necesario manifestarlo externamente. Esto se une con las antiguas reminiscencias del paganismo y con una forma de actuar instintiva: es más fácil acercarse a aquello que se puede ver y tocar, a aquello que resulta más fácil o que llama más la atención. Así lo dice Erasmo a través de Estulticia:
“El espíritu humano está modelado de tal manera, que aprehende mucho mejor lo ficticio que lo verdadero. Si alguien solicita una prueba manifiesta y obvia de tal cosa, acuda a la hora del sermón en una iglesia y verá que si se está hablando de algo serio, todos dormitan, bostezan y se asquean; en cambio, si el vociferador (me he equivocado, quise decir el orador), comienza, según hacen con frecuencia, a explicar alguna historieta asnal, se despabilan todos, prestan atención y escuchan con la boca abierta. Del mismo modo, si se celebra algún santo orlado de fábulas y de poesías –como, si me pedís ejemplos, lo son Jorge, Cristóbal o Bárbara- veréis que se les venera con mucha más devoción que a san Pedro, san Pablo o al mismo Jesucristo” (Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura, capítulo XLV).
Erasmo introduce aquí una de las claves de su pensamiento religioso en lo relativo al estado en el que se encuentra Iglesia y, en consecuencia, a la necesidad de renovación. A lo largo de estos capítulos, y mediante el uso de muchos ejemplos, nos ofrece una imagen que nos resulta familiar. El cristianismo, en la actualidad, sigue teniendo muchos elementos que se relacionan más con la costumbre o con la superstición que con la religión. En cierto modo, responde a unos fines prácticos: es necesaria la existencia de una serie de resortes que permitan controlar a los fieles, guiar sus acciones, mantener la uniformidad en sus conductas y, al mismo tiempo, hacer llegar un mensaje claro, accesible a todos. Esto se consigue potenciando esta religiosidad exterior frente a la vivencia interna: es difícil controlar lo que piensan las personas y, a la vez, resultaría complicado hablarle de reflexión o de oración interior a la mayor parte de la población.
Estas formas de actuar han pervivido hasta hoy: en determinados momentos del año podemos ver ríos de gente fervorosa que acude a las procesiones sin haber pasado por la iglesia el resto del año, sin saber exactamente qué significa lo que están haciendo. Pero existe un sentimiento –a menudo no se sabe muy bien de qué tipo- que les mueve a estar allí, a sentirse parte de esa manifestación religiosa, a identificarse con el resto de gente que asiste. Esto nos lleva a un aspecto que Erasmo no llega a tratar: el sentimiento de masa, la necesidad del hombre de pertenecer a algo y de recibir el apoyo de los que procesan sus mismas creencias. En este sentido, la religiosidad exterior, el espectáculo, el colorido y la vistosidad de ciertas manifestaciones no pueden competir con el aislamiento de la devoción interna.
Fuentes:
-DE ROTTERDAM, Erasmo, Elogio de la locura o encomio de la estulticia, edición y traducción a cargo de Pedro Voltes, introducción de Juan Antonio Marina, Madrid, Espasa Calpe, colección Austral, 2008, 16ª ed.