El problema morisco en Monóvar (II)

En 1590 el patriarca Juan de Ribera editó en Valencia un Catecismo para los moros recientemente convertidos y ordenó a todos los sacerdotes de su archidiócesis extrema vigilancia, moderación, buenas costumbres y caridad con los moriscos, exponiendo una doctrina que fue asumida por los obispados más cercanos.

En efecto, el obispo de Orihuela, en la visita pastoral que hizo a la iglesia de Monóvar el 29 de septiembre de 1595, entregó unas instrucciones al cura de la parroquia, mosén Francisco Collado «per cuant de aquella a constat a sa senyoria la gran necessitat que ya de reparar alguns abusos que·s fan en dita vila de Monover per esser la major part dels vehins e habitadors de ella cristians nous».

En primer lugar, se hizo obligado que todos los domingos y días festivos, tras la misa, se publicasen las nuevas constituciones que se dieron para los conversos a todos los parroquianos de la villa, bajo pena de diez ducados en caso de contravenir este mandato.

En segundo lugar, se prohibió todo uso y costumbre de carácter morisco que abarcara la vida del hombre, es decir, las ceremonias del bautismo, matrimonio, muerte y sepultura de cualquier parroquiano que fuera cristiano nuevo.

En tercer lugar, solamente se tolerarían en los regocijos el uso de la cheremía desde después de la comida hasta el anochecer. La más problemática cuestión, con todo, se planteó por la condición de converso que tenía el carnicero del pueblo, pues hubo de ser sustituido por otro que fuera cristiano viejo, y no estuviera ligado por vínculo matrimonial a una cristiana nueva.

Esta prohibición se hacía extensiva, asimismo, a los particulares, de tal modo que se les impidió a los moriscos realizar sacrificios en sus hogares sin la autorización expresa del párroco y, en todo caso, con suficientes motivos previamente establecidos, tales como hacerlo para la celebración de unas nupcias o en época de la siega, «en que se ocupa a varies persones y la consumixen».

Se prohibió, igualmente, bajo pena de un ducado de multa, a toda mujer a portar calzados de varios colores. Las instrucciones del prelado dedicaban también una especial atención al esfuerzo que debía arremeterse con el fin de que los moriscos asistiesen y cumpliesen el precepto dominical, amonestándoles para que cada domingo acudiesen a misa. En este punto, hacía responsables a los padres de la falta de sus hijos, para lo cual les había de informar el cura de los días de la semana en que había fiesta que cumplir. El párroco debía, para mejor efecto de este precepto, congregar a los niños y niñas hijos de moriscos los domingos para que, tras la hora de la comida, recibieran las oportunas lecciones de catecismo.

La máxima expresión del problema morisco en Monóvar se plasma, quizá, en los momentos en los que se constataba la gravedad del estado de un morisco enfermo. Cuando esto ocurría, las autoridades eclesiásticas solían exhortar al moribundo a que muriera y prodigarle el consuelo corporal y espiritual necesario. En caso de fallecimiento, era obligación de los vecinos de Monóvar llamar a una mujer, cristiana vieja, para que amortajara al difunto y no saliera de la casa más que para ser llevado al cementerio, donde un cristiano viejo le daría sepultura. En la preparación de la fosa, además, no estaba permitida la ayuda de ningún morisco. En estas sepulturas no se podían amontonar piedras ni losas, como los conversos solían hacer, ya fueran sueltas o compactadas con yeso.

Por último, en lo referido al sacramento matrimonial entre los moriscos de Monóvar, se prohibió que éste se pudiera celebrar por palabra de futuro.

La enseñanza y la sanidad en el Monóvar del siglo XVI

Los niños y niñas de las clases populares de Monóvar comenzaban a trabajar a una edad muy temprana porque, en la mayoría de los casos, de ellos dependía parte de la subsistencia de toda la familia. A los seis años ya comenzaban a realizar sus primeros trabajos en el campo o en las manufacturas del esparto. Las niñas, por su parte, eran una ayuda importante para las faenas de la casa. La enseñanza dependía del capellán de la iglesia del municipio para los cristianos o del alfaquí de la aljama para los musulmanes.

En Monóvar, después de los bautizos forzosos de mediados del siglo XVI, al toque de la misa de los domingos los niños y las niñas acudían tras acabar la oración y recibían sus primeras enseñanzas sobre catecismo. También se prestaba atención a la enseñanza de contar, al menos, del uno al diez. En la mayor parte de los casos, los capellanes no tenían tampoco ninguna formación, razón por la cual era habitual que alrededor del 95% de la población de la villa fuera analfabeta, no sólo los niños, sino también los adultos. La situación municipal de la enseñanza era, como se puede comprobar, muy deficiente.

En los primeros años de la Modernidad, la situación de los mudéjares de la aljama era algo distinta. La mayor parte de los mudéjares sabían leer, escribir y contar. Este hecho explica, en gran medida, que una parte de los musulmanes de las aljamas actuaran como comerciantes en el vecino reino de Granada y, por consiguiente, que superaran a los cristianos en protagonismo comercial.

Las reuniones religiosas de los viernes en la aljama eran aprovechadas para la enseñanza de los niños mudéjares a través del alfaquí. Esta situación se mantuvo hasta las conversiones del siglo XVI, tras las cuales los alfaquíes pasaron a ser perseguidos y vigilados en las aljamas por parte de las autoridades cristianas y de la Inquisición. Los alfaquíes, claro, trataron de mantener la tradición y la cultura islámica. Por ello en diversos procesos de la Inquisición son numerosos los casos de alfaquíes condenados

Finalmente, en virtud de una pragmática del año 1566 del rey Felipe II, quedó prohibida la enseñanza, además de leer y escribir en la aljama. De este modo comenzó el declive de la cultura musulmana en Monóvar, que pasó a la esfera de la clandestinidad, ya que los libros escritos en árabe estaban prohibidos. Ello explica que a lo largo del siglo XVIII fuera recurrente el hallazgo de libros en árabe durante el derrumbamiento de casas de antiguos moriscos.

La sanidad local también era una prioridad para la gestión municipal. El temor a la propagación de enfermedades y la expansión de epidemias cíclicas que cada año asolaban el Vinalopó fue uno de los motivos por los que el sistema asistencial estuvo medianamente organizado a nivel local. Así ocurría en Monóvar, donde el centro asistencial se localizaba en la ermita. La ermita estaba dirigida por una hermandad que se encargaba de la asistencia sanitaria de los necesitados y enfermos en un intento de aislar a estos últimos del resto de la población en caso de que su mal fuera contagioso y pudiera provocar una epidemia.

Las autoridades municipales ejercieron un especial control sobre los nuevos conversos, los moriscos, si bien no de forma exhaustiva, según se desprende de las fuentes de otras localidades de la comarca, en las que no se ha identificado ninguna queja especial sobre el comportamiento general de los moriscos.

Cuando una persona enfermaba, sin embargo, la primera reacción solía ser el recurso a remedios caseros en forma de filtros a base de plantas medicinales o a la mayor o menor eficacia de los sanadores de la época, entre los que destacaban los moriscos más avanzados.