El problema morisco en Monóvar (II)

En 1590 el patriarca Juan de Ribera editó en Valencia un Catecismo para los moros recientemente convertidos y ordenó a todos los sacerdotes de su archidiócesis extrema vigilancia, moderación, buenas costumbres y caridad con los moriscos, exponiendo una doctrina que fue asumida por los obispados más cercanos.

En efecto, el obispo de Orihuela, en la visita pastoral que hizo a la iglesia de Monóvar el 29 de septiembre de 1595, entregó unas instrucciones al cura de la parroquia, mosén Francisco Collado «per cuant de aquella a constat a sa senyoria la gran necessitat que ya de reparar alguns abusos que·s fan en dita vila de Monover per esser la major part dels vehins e habitadors de ella cristians nous».

En primer lugar, se hizo obligado que todos los domingos y días festivos, tras la misa, se publicasen las nuevas constituciones que se dieron para los conversos a todos los parroquianos de la villa, bajo pena de diez ducados en caso de contravenir este mandato.

En segundo lugar, se prohibió todo uso y costumbre de carácter morisco que abarcara la vida del hombre, es decir, las ceremonias del bautismo, matrimonio, muerte y sepultura de cualquier parroquiano que fuera cristiano nuevo.

En tercer lugar, solamente se tolerarían en los regocijos el uso de la cheremía desde después de la comida hasta el anochecer. La más problemática cuestión, con todo, se planteó por la condición de converso que tenía el carnicero del pueblo, pues hubo de ser sustituido por otro que fuera cristiano viejo, y no estuviera ligado por vínculo matrimonial a una cristiana nueva.

Esta prohibición se hacía extensiva, asimismo, a los particulares, de tal modo que se les impidió a los moriscos realizar sacrificios en sus hogares sin la autorización expresa del párroco y, en todo caso, con suficientes motivos previamente establecidos, tales como hacerlo para la celebración de unas nupcias o en época de la siega, «en que se ocupa a varies persones y la consumixen».

Se prohibió, igualmente, bajo pena de un ducado de multa, a toda mujer a portar calzados de varios colores. Las instrucciones del prelado dedicaban también una especial atención al esfuerzo que debía arremeterse con el fin de que los moriscos asistiesen y cumpliesen el precepto dominical, amonestándoles para que cada domingo acudiesen a misa. En este punto, hacía responsables a los padres de la falta de sus hijos, para lo cual les había de informar el cura de los días de la semana en que había fiesta que cumplir. El párroco debía, para mejor efecto de este precepto, congregar a los niños y niñas hijos de moriscos los domingos para que, tras la hora de la comida, recibieran las oportunas lecciones de catecismo.

La máxima expresión del problema morisco en Monóvar se plasma, quizá, en los momentos en los que se constataba la gravedad del estado de un morisco enfermo. Cuando esto ocurría, las autoridades eclesiásticas solían exhortar al moribundo a que muriera y prodigarle el consuelo corporal y espiritual necesario. En caso de fallecimiento, era obligación de los vecinos de Monóvar llamar a una mujer, cristiana vieja, para que amortajara al difunto y no saliera de la casa más que para ser llevado al cementerio, donde un cristiano viejo le daría sepultura. En la preparación de la fosa, además, no estaba permitida la ayuda de ningún morisco. En estas sepulturas no se podían amontonar piedras ni losas, como los conversos solían hacer, ya fueran sueltas o compactadas con yeso.

Por último, en lo referido al sacramento matrimonial entre los moriscos de Monóvar, se prohibió que éste se pudiera celebrar por palabra de futuro.

El problema morisco en Monóvar (I)

El estudio de la actitud de la Iglesia ante el problema morisco en Monóvar exige una retrotracción a los siglos medievales, concretamente a la época de la conquista y posterior repoblación cristianas del Vinalopó. Esta primera repoblación no fue acompañada de una política evangelizadora, dada la debilidad demográfica de los contingentes de otros lugares dispuestos a asentarse en la nueva zona conquistada y el respeto, por parte de los conquistadores, de las prácticas religiosas de los conquistados.

La evangelización no comenzó realmente hasta 1366, año en el que, en virtud del Fundamentum Eclesiae Cartaginensiae, mandado hacer por don Nicolás Aguilar, prelado de la diócesis homónima, se nombró a mosén Calvillo cura de los lugares de «Monnovar et Chinosae». Ahora bien, una cosa era que la capitulación que, a cambio de su rendición, se estableció entre los sarracenos y el rey Jaime II propugnara una convivencia pacífica entre los recién llegados y la población autóctona y otra muy distinta que los cristianos viejos fueran a tolerar prácticas religiosas distintas a su fe. Ello derivó en un breve pontificio del papa Juan XXII, por el que quedaban prohibidas las manifestaciones públicas de la religión musulmana.

Las fuentes documentales de carácter eclesiástico parecen indicar que las prácticas y costumbres musulmanas perduraron de forma implícita en la villa hasta el momento de la expulsión de los moriscos. En el Archivo Parroquial de Monóvar se conserva una copia de las órdenes que el obispo de Orihuela, José Esteve, dio al clero de la villa. En septiembre de 1595 dejó por escrito en las actas de la serie documental de visitas que en la villa de Monóvar:

«La major part dels vehins i habitadors della crestians nous descendents de moros que volen seguir l’error en el cual vixqueren sos antepasats […], usen de ceremonias de moros».

El obispo pretendía que la acción represiva de las autoridades religiosas locales fuera firme. Su acción demuestra que los moriscos de Monóvar seguían manteniendo una forma de vida propia de su cultura musulmana a fines del siglo XVI. Sirva de ejemplo la prohibición del uso de decoración en los zapatos de las mujeres:

«Ítem vaig proveir ordena e brolla sa senyoria que daci avant cap dona desendent de nous convertits sots pena d’un ducat puga portar sabates fetes a quartos de diversos colors sino que pols tots d’una color i en el qual aci mateix vaig proveir ordena e  brolla sa senyoria que cap sabater sia osat sots la dita pena fer algunes sabates de dits quartos de divereses colors».

También se constata la imposición de penas pecuniarias, en los años 1603 y 1604, contra moriscos, como Juan Payol y Jerónimo Payán, por efectuar trabajos en domingos o fiestas de precepto.

La enseñanza y la sanidad en el Monóvar del siglo XVI

Los niños y niñas de las clases populares de Monóvar comenzaban a trabajar a una edad muy temprana porque, en la mayoría de los casos, de ellos dependía parte de la subsistencia de toda la familia. A los seis años ya comenzaban a realizar sus primeros trabajos en el campo o en las manufacturas del esparto. Las niñas, por su parte, eran una ayuda importante para las faenas de la casa. La enseñanza dependía del capellán de la iglesia del municipio para los cristianos o del alfaquí de la aljama para los musulmanes.

En Monóvar, después de los bautizos forzosos de mediados del siglo XVI, al toque de la misa de los domingos los niños y las niñas acudían tras acabar la oración y recibían sus primeras enseñanzas sobre catecismo. También se prestaba atención a la enseñanza de contar, al menos, del uno al diez. En la mayor parte de los casos, los capellanes no tenían tampoco ninguna formación, razón por la cual era habitual que alrededor del 95% de la población de la villa fuera analfabeta, no sólo los niños, sino también los adultos. La situación municipal de la enseñanza era, como se puede comprobar, muy deficiente.

En los primeros años de la Modernidad, la situación de los mudéjares de la aljama era algo distinta. La mayor parte de los mudéjares sabían leer, escribir y contar. Este hecho explica, en gran medida, que una parte de los musulmanes de las aljamas actuaran como comerciantes en el vecino reino de Granada y, por consiguiente, que superaran a los cristianos en protagonismo comercial.

Las reuniones religiosas de los viernes en la aljama eran aprovechadas para la enseñanza de los niños mudéjares a través del alfaquí. Esta situación se mantuvo hasta las conversiones del siglo XVI, tras las cuales los alfaquíes pasaron a ser perseguidos y vigilados en las aljamas por parte de las autoridades cristianas y de la Inquisición. Los alfaquíes, claro, trataron de mantener la tradición y la cultura islámica. Por ello en diversos procesos de la Inquisición son numerosos los casos de alfaquíes condenados

Finalmente, en virtud de una pragmática del año 1566 del rey Felipe II, quedó prohibida la enseñanza, además de leer y escribir en la aljama. De este modo comenzó el declive de la cultura musulmana en Monóvar, que pasó a la esfera de la clandestinidad, ya que los libros escritos en árabe estaban prohibidos. Ello explica que a lo largo del siglo XVIII fuera recurrente el hallazgo de libros en árabe durante el derrumbamiento de casas de antiguos moriscos.

La sanidad local también era una prioridad para la gestión municipal. El temor a la propagación de enfermedades y la expansión de epidemias cíclicas que cada año asolaban el Vinalopó fue uno de los motivos por los que el sistema asistencial estuvo medianamente organizado a nivel local. Así ocurría en Monóvar, donde el centro asistencial se localizaba en la ermita. La ermita estaba dirigida por una hermandad que se encargaba de la asistencia sanitaria de los necesitados y enfermos en un intento de aislar a estos últimos del resto de la población en caso de que su mal fuera contagioso y pudiera provocar una epidemia.

Las autoridades municipales ejercieron un especial control sobre los nuevos conversos, los moriscos, si bien no de forma exhaustiva, según se desprende de las fuentes de otras localidades de la comarca, en las que no se ha identificado ninguna queja especial sobre el comportamiento general de los moriscos.

Cuando una persona enfermaba, sin embargo, la primera reacción solía ser el recurso a remedios caseros en forma de filtros a base de plantas medicinales o a la mayor o menor eficacia de los sanadores de la época, entre los que destacaban los moriscos más avanzados.

El panorama social de Monóvar a comienzos de la Edad Moderna

La sociedad monovera de la Edad Moderna estaba determinada por la jerarquización a que daba lugar configuración del poder en el sistema del Antiguo Régimen europeo. De tal jerarquización resultaba una división de la sociedad en tres clases, tanto más distintas cuanto distantes en el municipio: se trata de la nobleza, el clero y el campesinado. Los miembros de la nobleza fueron los sucesivos señores que, a lo largo de este periodo, se hicieron con las tierras de Monóvar y cuyo estudio se aborda en las entradas referentes a la política. El señor era poseedor de los monopolios y de la tierra que componían el término municipal, controlaba los medios de producción de los campesinos, gestionaba los diversos impuestos y se encargaba de su correcta colección.

Esta tierra era cedida a los labradores según el régimen de la enfiteusis, que fue el sistema de tenencia de la tierra predominante en buena parte del país durante la Modernidad. El sistema de la enfiteusis permitía a los campesinos una amplia autonomía técnica y productiva en sus tierras de cultivo gracias a que podían elegir los cultivos, incluso en contra de la voluntad del señor. Pero, además, también tenían capacidad para transferir el dominio útil de la tierra, aunque no fue ésta la tónica habitual en la explotación de la tierra de Monóvar. El clero, por su parte, cobraba las rentas de los campesinos del señorío, no sólo a través de los obligatorios diezmos.

Se desconoce el porcentaje de campesinos, artesanos y eclesiásticos que componían el lugar en cada uno de los momentos de la Edad Moderna. Únicamente se dispone de noticias aisladas, aunque bien es sabido que el campesinado representaba el porcentaje más elevado. A mediados del siglo XVI los moriscos de Monóvar eran los encargados del trabajo de buena parte de las tierras monoveras. También había artesanos de toda clase (de la seda, del cáñamo y del esparto), y los prestamistas de dinero adquirieron especial relevancia en el Monóvar del siglo XVI, aunque, por otra parte, era una profesión habitual en las morerías de la zona.

En las tierras del Vinalopó es factible hablar de la existencia de una burguesía morisca. Los protocolos notariales ponen de manifiesto la práctica de transacciones comerciales de uva en importantes cantidades, con la consiguiente acumulación de capital y posibilidades de inversión capitalista que ello permitía. No se conoce si las ventas procedían de la producción de una sola familia  o si había comerciantes que realizaban intercambios en representación de diversas familias en el caso específico de Monóvar. Lo cierto es que de las escrituras de matrimonio celebradas ante notario o incluso de las ventas realizadas entre particulares se desprende la riqueza y el bienestar de algunas familiar moriscas.

Los que se dedicaban al comercio trashumante, los trajineros, una parte de los artesanos, los arrendadores de monopolios y los propietarios de tierras con derecho de agua son los que se podrían considerar parte de esa burguesía a la que se ha hecho referencia.

La población morisca de Monóvar era la que disponía de un numerario más importante, aspecto éste comprobable por el hecho de que en diversos protocolos notariales se hace referencia a la venta de uva en distintos mercados castellanos y valencianos. Estas ventas de uva aportarían un beneficio económico a esta clase social que no proporcionaban otros cultivos, como el cereal, deficitario en la región. La uva en ese sentido era un cultivo comercial e, incluso, según los momentos, especulativo. Del mismo modo, se reconoce que el peso del pago de los censales incidía especialmente sobre los moriscos por representar la mayoría demográfica de la población.

En definitiva, la población morisca de Monóvar era en gran medida la que ponía en marcha los mecanismos de la economía local. Su crecimiento, en términos poblacionales, es un indicador de su prosperidad, al igual que ocurrió paralelamente en otros lugares del Vinalopó.

En cuanto a los aspectos relacionados con la vida cotidiana de la población monovera del Seiscientos, gracias a diferentes archivos de protocolos se puede deducir el monto de bienes de una familia modesta de campesinos: sillas de cuero, mesas de madera, banquillos para hacer queso, cántaros de cerámica para el agua y tinajas para transportarla, calderos, barreños, platos, sartenes de cocina, cuencos, ollas, mantelería, ropa, cortinas, toallas, cojines, carbón y algún arma sencilla. Todo ello compone el mobiliario típico que tendría una casa monovera del siglo XVI, que solía disponer, además, de un corral con gallinas y granos.

La población en el siglo XVIII: el fuerte incremento poblacional de Monóvar

El siglo XVIII significó para el conjunto demográfico del País Valenciano una etapa de crecimiento casi ininterrumpido, tanto más acusado cuanto el estudio se centra en las zonas más meridionales. En el caso específico de la villa de Monóvar, los datos aportados por el Equivalente, así como otros recuentos de la centuria y el censo de Floridablanca, apuntan en esa dirección con un crecimiento no exponencial cercano al 300% a lo largo del periodo. Concretamente, si se tienen por válidos los 2.157 habitantes que se asignan al año 1716 y, en el otro extremo, los 7.118 que se presuponen para 1797, el crecimiento anual acumulativo resulta ser de 1,48% para el conjunto del siglo.

En la expansión demográfica de Monóvar a lo largo del Setecientos cabe distinguir tres fases, en las que población experimentó un crecimiento cada vez más débil. La primera fase comprende, aproximadamente, el primer tercio de siglo y es también la etapa de mayor crecimiento; la segunda abarca los años centrales de la centuria y el crecimiento se retrae; en la tercera fase, durante los años finales del siglo, el retraimiento se consolida en un crecimiento muy debilitado situado en un 0,54%.

A lo largo del primer tercio de la centuria, el número de bautismos superó con creces la media de los últimos años del siglo XVII, pese a que en el año 1707 se registra un número elevado de óbitos que algunos autores han relacionado, a una mayor escala, con la incidencia de la Guerra de Sucesión en las tierras valencianas. Sin embargo, la elevada concentración de este episodio de mortalidad en la población más joven hace pensar en algún tipo de crisis de subsistencia, quizá epidemias, que afectaría más pertinazmente sobre los párvulos. La sobre-mortalidad femenina que se constata en ese mismo año tampoco parece justificarse por las consecuencias directas de la guerra.

Estos fenómenos de mortalidad extraordinaria debido a epidemias, que afectaron –como se ha dicho– especialmente sobre los párvulos, fueron toda una constante a lo largo del siglo XVIII. Éste quizás es uno de los rasgos más peculiares de la historia demográfica de Monóvar. Pese al crecimiento no exponencial –debido a las razones recién aducidas– de la población monovera, ésta mantuvo una tendencia expansiva, sin saldos vegetativos negativos, que se vería cada vez más lastrada por episodios recesivos relacionados con toda una serie de causas adversas. Entre éstas figuran diversos factores climatológicos, la escasez, las malas cosechas, las guerras, las epidemias (y entre ellas la viruela),… y, a la postre, el alza en los precios del trigo, que coincide en el cien por cien de los casos con el incremento de los óbitos infantiles.

Durante los años centrales del siglo, la media de bautismos experimentó una importante alza con respecto a la fase anterior, que se tradujo en 4.443 habitantes, en el año 1757, y en más de 5.000, en 1769. La tercera fase de crecimiento poblacional en la villa parte de la elevada cifra de 7.605, que proporciona el censo de Floridablanca de 1787, o de 7.588 que consta en el recuento del Equivalente del mismo año. Por vez primera a lo largo del siglo XVIII la media de bautismos para 1781-1790 disminuyó con respecto a las décadas precedentes. De forma paralela, el decenio se inauguró con niveles muy elevados de mortalidad. La concatenación de éstos y otros factores demográficos negativos pronto degeneraron en una crisis demográfica que coincide en el tiempo con el desarrollo de la Guerra de Inglaterra de 1780-1783. También se produjeron situaciones de mortalidad extraordinaria relacionadas con la epidemia general citada en el prólogo del censo de Floridablanca.

La última década del siglo transcurre sin saldos vegetativos negativos, aunque sí con años en los que el crecimiento real resulta bastante débil y que responden, como sucedió a lo largo de la centuria, a nuevas máximas en los precios del trigo, así como a episodios de hambre y de carestía muy generalizadas; todo ello mientras se dirimía la guerra contra la Convención Francesa (1793-1795), que repercutió fatalmente sobre la producción agrícola destinada a la exportación, como fue el caso del vino y el aguardiente monoveros. Durante los últimos años del siglo continuó la dinámica anterior de muertes extraordinarias que enlaza con la guerra, el hambre y las epidemias de los albores decimonónicos.

La expulsión de los moriscos y sus consecuencias demográficas (II): la recuperación a lo largo del siglo XVII

Pese a que, tras la expulsión de los moriscos, la población de Monóvar se vio reducida en un 80% aproximadamente, la llegada de nuevos pobladores y otros factores de índole distinta propiciaron a lo largo del siglo XVII, y de forma más evidente desde la segunda mitad de la centuria, una importante recuperación demográfica. A comienzos del siglo XVIII la población de Monóvar no sólo había recuperado la densidad anterior a la expulsión de los moriscos, sino que la había superado en una tendencia prolongada a lo largo del Setecientos.

En el año 1602 el número de habitantes de la villa de Monóvar pudo situarse en torno a las 1.200 personas. Cuarenta y cuatro años más tarde, el Vecindario de 1646 reducía esa población a un total de 166 vecinos. Existe, a este respecto, acuerdo en afirmar que el coeficiente aplicado en la conversión del número de vecinos a habitantes con anterioridad a la expulsión de los moriscos no puede emplear para la misma operación tras la expulsión, por la mayor fecundidad que se asocia a la población morisca. Remedios Belando ha propuesto para el cálculo de este año un coeficiente de 4, proponiendo un total de 664 habitantes, lo que respecto a 1602 supone una tasa de crecimiento de -1,33%. Ello refleja, en primer lugar, la gran incidencia que tuvo la decisión de Felipe III de 1609, por un lado, y la escasa atracción poblacional que consiguió la Carta Puebla de Monóvar de 1611.

Ello no presupone, en absoluto, más de cuarenta años de historia sin crecimiento demográfico. El problema radica en la descompensación entre las tasas de natalidad y las propias de mortalidad, acusadas en muchas ocasiones por la frecuencia de las malas cosechas, plagas de langosta, epidemias, etc. Durante la primera mitad del siglo XVII son constantes los datos que recogen las Actas Municipales sobre cosechas insuficientes, carestías y constantes peticiones de préstamos y compras de cereal a la Señoría y villas cercanas, que hay que relacionar con la disminución de bautismos y matrimonios, las informaciones sobre enfermos (y, con ellos, el aumento de las defunciones) y la incidencia de plagas de langosta.

Los años centrales de la centuria se debatieron entre saldos vegetativos negativos con tasas elevadas de bautismos, pero también de mortalidad infantil, y saldos vegetativos positivos, pero con grandes necesidades de la población por las inclemencias del tiempo. Según se desprende del Libro de Actas y de los datos de defunciones de adultos, Monóvar logró burlar la crisis demográfica derivada de la peste milanesa, pese a que en 1648 la epidemia se había expandido por toda la Gobernación de Orihuela. Quizá las medidas preventivas que, a este respecto, se tomaron en la villa fueron decisivas para que no se propagase una peste que estaba afectando a poblaciones vecinas. Un último factor negativo en esta fase fueron las guerras y las consiguientes levas militares y exacciones fiscales.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XVII, la población monovera siguió creciendo. Lo hizo en un 0,51% desde los 876 habitantes que albergaba en 1652 hasta los 908 que se consignan en 1659, en los que se constata una cierta influencia inmigratoria. Pese a ello, continuaron las exacciones fiscales y los problemas de subsistencia. A finales de siglo, el reparto municipal de 1694 hace constar un total de 1.696 habitantes, mostrando un saldo vegetativo cercano al 2% en crecimiento exponencial. Únicamente los años de 1664, 1672-1673, 1674 y 1688 tuvieron saldos nulos o negativos. La sobremortalidad tuvo como base un aumento importante en los óbitos infantiles.

La última década del siglo fue una fase en la que la tendencia ascendente  continuó, lo que unido al crecimiento global de la población supuso un preludio del fuerte crecimiento vegetativo que se experimentaría en la villa de Monóvar durante el siglo XVIII.

La expulsión de los moriscos y sus consecuencias demográficas (I): la Carta de población de 1611

El «día 11 de octubre de 1609 se passaron los moriscos de Monnovar a Berbería». Éstas fueron las palabras con las que el párroco de la iglesia de San Juan Bautista hacía testimonio de la expulsión, a fines del mismo mes, de la población morisca de la villa de Monóvar a las costas oranesas por medio del puerto de Alicante. Se desconoce con exactitud el número de casas que fueron desalojadas tras la drástica decisión del monarca. Si se toma por válida la cifra de 280 casas para el año 1598, de las cuales alrededor de 250 pertenecerían a cristianos nuevos moriscos, se puede deducir una merma poblacional cercana al 80%. Ante la pésima situación de Monóvar, la señora de la Baronía, doña Ana de Portugal y Borja, juzgó necesario la concesión de la Carta Puebla de la villa, en 1611.

Después de que Monóvar «fere depopulata est causa expulsionis noviter conversorum presentis regni, de quibus populata erat», la intención de la Señoría era formar y poblar la villa con nuevos pobladores «repartiendum, dividendum et distribuhendum causa dicte nove populationis domos, hereditates et terras». Dos años después de la expulsión, las viviendas de los moriscos de Monóvar estaban en ruinas, del mismo modo que las huertas habían quedado yermas. Se necesitaba nuevos vecinos que poblasen la villa para cultivar los campos y conservar las viviendas, habitando en ellas.

En virtud de las necesidades, doña Ana prometió «hazer cien poblaciones» de las casas de villa y repartir la huerta de Monóvar y Chinorla con olivares y tierras de secano y de regadío, para lo cual se garantizaba la llegada de agua por medio de una acequia. El reparto de la tierra se llevó a cabo en cien partes iguales trazadas por expertos en agronomía y adjudicadas por un régimen idéntico al «sac i sort». Los pobladores se comprometían a mantener las viviendas bien reparadas y las heredades bien labradas y cultivadas a su costa, no pudiendo venderlas ni enajenarlas hasta pasados cuatro años de su concesión, tras los cuales podían incluso repartir bienes entre herederos. Tampoco podían establecer censos, gravámenes o vínculos sobre los bienes concedidos o para su mejora sino era con licencia previa expresa de la Señoría

Los nuevos pobladores habían de pagar por sus haciendas y casas un censo anual y perpetuo consistente en 10 libras cada 24 de junio desde el año 1612, con la posibilidad de prorratear el pago hasta el mes de agosto. Sin embargo, no se les reconocía el derecho de exigir baja ni descuento en su paga por esterilidad, falta de agua, heladas, incendios, peste, guerra o cualquier otro factor natural. De otra parte, si bien quedaban libres del pago del luismo y la fadiga, estaban obligados al pago, en calidad de diezmo, de una décima parte de los granos, legumbres y frutas de los olivares y viñas (en abril), una doceava parte de la barrilla medida en quintales y una décima parte de los ganados que nacieran cada año. Otras cargas señoriales eran comunes a todas las cartas de población, como la obligación de moler y prensar las olivas en las almazaras de la Señoría, pagando por la piedra y biga dos libras de aceite limpio por cada pie de líquido graso, y de moler los granos en el molino de la Señoría, debiendo además acarrear los granos y frutos de la paga a los graneros de la villa para su peso y medida. Podían, sin embargo, vender el vino y –más aún– el tabernero tenía la obligación de comprarlo a los vecinos y pobladores de la villa.

La Señoría se reservaba una parte de la huerta y los corrales, además de la regalía sobre el montazgo y el herbazgo, así como sobre la taberna, la panadería, el horno y el parador. Asimismo, se arrogaba la facultad de ejercer la alta y baja jurisdicción, el mero y mixto imperio, pudiendo privar a los nuevos pobladores de su hacienda en caso de cometer crímenes de lesa majestad. Los pleitos de los nuevos pobladores habían de ser juzgados por los oficiales y jueces de la Señoría, no pudiendo apelar ni tener recurso de simple querella ni otro remedio ante otros jueces. Los jurados y justicias podían imponer también sisas sobre la carne para sustentar el gobierno de la villa y hacer frente a los pagos administrativos.

La población en el siglo XVI: Monóvar con anterioridad a la expulsión de los moriscos

Es comúnmente conocido que en el año 1609 Felipe III decretó la expulsión de los moriscos de la península Ibérica. Antes de esa fecha, la población de Monóvar estaba integrada, fundamentalmente, por moriscos. Junto a los datos sobre los moriscos de Monóvar, los registros parroquiales de bautismos ofrecen también información sobre la existencia de algunos cristianos viejos. Sin embargo, resulta imposible cifrar de forma precisa la población morisca y cristiana porque tales registros no son claros en este aspecto, especialmente, en lo referente al apellido de los bautizados, cuyo origen da lugar a confusión. Es cierto que algunos apellidos son exclusivamente moriscos, como es el caso de Omar o Ismail, de la misma manera que entre la comunidad de cristianos viejos lo son apellidos como Navarro o Rico, pero en la mayoría de los casos la diferenciación resulta más compleja.

El único dato que arroja cierta luz sobre esta imprecisión es el conocimiento que actualmente se tiene sobre la existencia de 280 casas para la población monovera en el año 1598, de las cuales cerca de 250 pertenecerían a cristianos nuevos o moriscos. No se trata de aceptar o no con exactitud estas cifras, pero sí, al menos, se puede deducir a partir de ellas que la proporción de cristianos viejos con respecto al total debía ser bastante reducida.

Pese a la falta de datos para la población del siglo XVI, los recuentos que a lo largo de la centuria se realizaron apuntan en una dirección clara de crecimiento demográfico; un crecimiento, sin embargo, tanto más complejo de constatar cuanto que la fidelidad del censo de 1510 es más que dudable. De los restantes censos elaborados durante el siglo, el más fiable es el de 1602, que presupone una población total en torno a 1.200 habitantes. De modo que, considerando las cifras aproximativas del censo de 1510 y el recuento llevado a cabo en 1563, se puede suponer una tasa de crecimiento anual en torno al 0,97% entre los 446 habitantes de 1510 y los 747 de 1563, y de 1,22% entre estos últimos y los 1.2000 habitantes de 1602. En conjunto, la tasa de crecimiento estaría situada en un 1,08% para todo el siglo XVI, siendo más acusado en la segunda mitad de siglo. En cualquier caso, se trata de una tendencia común a la población peninsular, y especialmente valenciana, estrechamente relacionada con una coyuntura económica favorable.

La ausencia de información sobre las defunciones y el hecho de que los datos de bautismos correspondan a los momentos finales del siglo XVI impiden conocer hasta qué punto influyó el saldo vegetativo en el crecimiento de la población de Monóvar. Por cuanto la mayoría poblacional estaba integrada por la comunidad morisca, es muy posible que la fecundidad fuese elevada, siendo éste un elemento fundamental en tal crecimiento. Sin embargo, resulta imposible calcular en qué porcentaje era más elevada la fecundidad de los moriscos sobre la propia de la comunidad cristiana, por el manejo de totales de población muy inseguros.

Por lo que respecta a los factores negativos, si bien no se dispone de datos de defunciones, a través de la información que ofrecen los registros de bautismo se puede deducir la incidencia, durante el último cuarto de siglo, de periodos de escasez que, en determinados casos, pudieron acompañarse de epidemias o, al menos, de fenómenos de sobremortalidad. Ello explicaría que los bautismos se sitúen por debajo de la media en los años 1580-1582, 1585, 1592 y 1589-1590.

El número de bautismos disminuyó todavía más durante la década anterior a la expulsión morisca, alcanzando su punto álgido en los dos años inmediatamente anteriores a la expulsión, con tan sólo 7 y 8 bautismos. No se dispone de información que esclarezca las causas de este descenso natalicio, pero se trata de un fenómeno constatado en otras poblaciones moriscas, lo que puede llevar a pensar en un gran impacto psicológico ante la dramática medida que se avecinaba.

Introducción: fuentes y posibilidades de estudio de la población monovera en la Edad Moderna

Si se considera que, lejos de los rancios clichés explicativos superados por la historiografía reciente, los aspectos del pasado tienen como actores fundamentales a los individuos, en su correspondiente marco social –y, por ello, espacio-temporal–, fácilmente se desprende la necesidad, versatilidad y en ningún modo complementariedad de realizar un sondeo demográfico en aras de calcular, en lo que al presente blog atañe, las posibilidades históricas de un municipio valenciano durante la Edad Moderna.

El estudio de la población monovera durante la Modernidad adolece de la falta de precisión inherente a una época pre-estadística. En efecto, los primeros censos modernos surgieron a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Ello supone serios problemas para el manejo de cifras absolutas y seguras en el análisis demográfico del Monóvar de los tiempos modernos. Ante todo, las cifras aportadas por las fuentes suelen darse en número de vecinos o de casas, siendo necesaria la aplicación de un coeficiente para convertir tales cifras en habitantes, quedando las propuestas muy a merced del criterio del historiador y de una suerte de análisis impreciso debido a las variaciones temporales, sociales, etc. También el objetivo de los recuentos distorsiona en muchos casos la percepción de la densidad poblacional, al ser frecuentes las omisiones o las ocultaciones con fines evasorios.

Para conocer la población de Monóvar son imprescindibles los registros parroquiales, por cuanto en ellos se hacen constar los actos más importantes de un individuo (bautismos y defunciones). El Archivo Parroquial de Monóvar alberga un total de nueve libros de bautismos de esta índole desde el año 1576, si bien presentan algunas lagunas importantes que pueden sopesarse con los datos que ofrece el Archivo Municipal, especialmente, la Carta Puebla (1611), el primer Libro de Actas (1620-166), algunos repartos de los impuestos municipales (siglo XVII) y distintas listas para el reparto del equivalente (siglo XVIII).

De otra parte, son también útiles en este aspecto los recuentos y censos. El primer dato del que se dispone es el Censo de 1510 que, con una finalidad fiscal, fue elaborado tras las Cortes de 1510 de Monzón. También se dispone de algunos censos expresados en fuegos y confeccionados desde mediados del siglo XVI hasta el momento de la expulsión de los moriscos, especialmente los de 1563 y 1602 por su mayor fiabilidad demográfica, aunque el grado de ocultación debe de ser importante. A este respecto, los datos aportados por G. Escolano a principios del siglo XVII no resultan más esclarecedores.

Mayor importancia tienen los Vecindarios del Reino de Valencia de 1646 ordenados, uno, por el virrey, conde de Oropesa, con la ayuda de los obispos y, otro, por la Diputación de la Generalidad, con el auxilio de los jurados y justicias. El primero de ellos es una simple relación nominal de vecinos, mientras que el segundo tenía una finalidad eminentemente fiscal. Pocos años después, en 1552, se confeccionó un reparto de tacha, –éste sí– muy preciso, que contrasta con los datos aportados por los repartos municipales de los años posteriores.

En 1717 el marqués de Campoflorido ordenó la elaboración de un vecindario con fines fiscales, por lo que en él sólo constan los contribuyentes o pecheros. Remedios Belando, a este respecto, ha calculado el porcentaje de ocultación en una cifra superior al 60%. Durante la primera mitad del Setecientos se confeccionó un nuevo vecindario, en 1735, con el fin de establecer el repartimiento del Equivalente y, ya en la segunda mitad de siglo, se dispone de ciertos datos encontrados en un libro de desposarios para los años 1756-1758 y, sobre todo, del Censo de Aranda (1768-1769). La preparación de este censo fue encargada a las autoridades eclesiásticas y en él aparece expresado, por vez primera, el total de población en números de individuos. Presenta, sin embargo, el problema de incluir a Pinoso en los datos correspondientes a Monóvar, como ocurriría en 1787 con el Censo de Floridablanca.

Finalmente, las últimas informaciones sobre la población del siglo XVIII corresponden a las datos proporcionados por Cavanilles, cuyos datos, no obstante, aparecen redondeados por haber sido confeccionados a partir de las listas de cumplimiento de la Iglesia por las parroquias de San Juan Bautista, en Monóvar, y San Pedro Apóstol, en Pinoso.