El panorama social de Monóvar a comienzos de la Edad Moderna

La sociedad monovera de la Edad Moderna estaba determinada por la jerarquización a que daba lugar configuración del poder en el sistema del Antiguo Régimen europeo. De tal jerarquización resultaba una división de la sociedad en tres clases, tanto más distintas cuanto distantes en el municipio: se trata de la nobleza, el clero y el campesinado. Los miembros de la nobleza fueron los sucesivos señores que, a lo largo de este periodo, se hicieron con las tierras de Monóvar y cuyo estudio se aborda en las entradas referentes a la política. El señor era poseedor de los monopolios y de la tierra que componían el término municipal, controlaba los medios de producción de los campesinos, gestionaba los diversos impuestos y se encargaba de su correcta colección.

Esta tierra era cedida a los labradores según el régimen de la enfiteusis, que fue el sistema de tenencia de la tierra predominante en buena parte del país durante la Modernidad. El sistema de la enfiteusis permitía a los campesinos una amplia autonomía técnica y productiva en sus tierras de cultivo gracias a que podían elegir los cultivos, incluso en contra de la voluntad del señor. Pero, además, también tenían capacidad para transferir el dominio útil de la tierra, aunque no fue ésta la tónica habitual en la explotación de la tierra de Monóvar. El clero, por su parte, cobraba las rentas de los campesinos del señorío, no sólo a través de los obligatorios diezmos.

Se desconoce el porcentaje de campesinos, artesanos y eclesiásticos que componían el lugar en cada uno de los momentos de la Edad Moderna. Únicamente se dispone de noticias aisladas, aunque bien es sabido que el campesinado representaba el porcentaje más elevado. A mediados del siglo XVI los moriscos de Monóvar eran los encargados del trabajo de buena parte de las tierras monoveras. También había artesanos de toda clase (de la seda, del cáñamo y del esparto), y los prestamistas de dinero adquirieron especial relevancia en el Monóvar del siglo XVI, aunque, por otra parte, era una profesión habitual en las morerías de la zona.

En las tierras del Vinalopó es factible hablar de la existencia de una burguesía morisca. Los protocolos notariales ponen de manifiesto la práctica de transacciones comerciales de uva en importantes cantidades, con la consiguiente acumulación de capital y posibilidades de inversión capitalista que ello permitía. No se conoce si las ventas procedían de la producción de una sola familia  o si había comerciantes que realizaban intercambios en representación de diversas familias en el caso específico de Monóvar. Lo cierto es que de las escrituras de matrimonio celebradas ante notario o incluso de las ventas realizadas entre particulares se desprende la riqueza y el bienestar de algunas familiar moriscas.

Los que se dedicaban al comercio trashumante, los trajineros, una parte de los artesanos, los arrendadores de monopolios y los propietarios de tierras con derecho de agua son los que se podrían considerar parte de esa burguesía a la que se ha hecho referencia.

La población morisca de Monóvar era la que disponía de un numerario más importante, aspecto éste comprobable por el hecho de que en diversos protocolos notariales se hace referencia a la venta de uva en distintos mercados castellanos y valencianos. Estas ventas de uva aportarían un beneficio económico a esta clase social que no proporcionaban otros cultivos, como el cereal, deficitario en la región. La uva en ese sentido era un cultivo comercial e, incluso, según los momentos, especulativo. Del mismo modo, se reconoce que el peso del pago de los censales incidía especialmente sobre los moriscos por representar la mayoría demográfica de la población.

En definitiva, la población morisca de Monóvar era en gran medida la que ponía en marcha los mecanismos de la economía local. Su crecimiento, en términos poblacionales, es un indicador de su prosperidad, al igual que ocurrió paralelamente en otros lugares del Vinalopó.

En cuanto a los aspectos relacionados con la vida cotidiana de la población monovera del Seiscientos, gracias a diferentes archivos de protocolos se puede deducir el monto de bienes de una familia modesta de campesinos: sillas de cuero, mesas de madera, banquillos para hacer queso, cántaros de cerámica para el agua y tinajas para transportarla, calderos, barreños, platos, sartenes de cocina, cuencos, ollas, mantelería, ropa, cortinas, toallas, cojines, carbón y algún arma sencilla. Todo ello compone el mobiliario típico que tendría una casa monovera del siglo XVI, que solía disponer, además, de un corral con gallinas y granos.

La expulsión de los moriscos y sus consecuencias demográficas (I): la Carta de población de 1611

El «día 11 de octubre de 1609 se passaron los moriscos de Monnovar a Berbería». Éstas fueron las palabras con las que el párroco de la iglesia de San Juan Bautista hacía testimonio de la expulsión, a fines del mismo mes, de la población morisca de la villa de Monóvar a las costas oranesas por medio del puerto de Alicante. Se desconoce con exactitud el número de casas que fueron desalojadas tras la drástica decisión del monarca. Si se toma por válida la cifra de 280 casas para el año 1598, de las cuales alrededor de 250 pertenecerían a cristianos nuevos moriscos, se puede deducir una merma poblacional cercana al 80%. Ante la pésima situación de Monóvar, la señora de la Baronía, doña Ana de Portugal y Borja, juzgó necesario la concesión de la Carta Puebla de la villa, en 1611.

Después de que Monóvar «fere depopulata est causa expulsionis noviter conversorum presentis regni, de quibus populata erat», la intención de la Señoría era formar y poblar la villa con nuevos pobladores «repartiendum, dividendum et distribuhendum causa dicte nove populationis domos, hereditates et terras». Dos años después de la expulsión, las viviendas de los moriscos de Monóvar estaban en ruinas, del mismo modo que las huertas habían quedado yermas. Se necesitaba nuevos vecinos que poblasen la villa para cultivar los campos y conservar las viviendas, habitando en ellas.

En virtud de las necesidades, doña Ana prometió «hazer cien poblaciones» de las casas de villa y repartir la huerta de Monóvar y Chinorla con olivares y tierras de secano y de regadío, para lo cual se garantizaba la llegada de agua por medio de una acequia. El reparto de la tierra se llevó a cabo en cien partes iguales trazadas por expertos en agronomía y adjudicadas por un régimen idéntico al «sac i sort». Los pobladores se comprometían a mantener las viviendas bien reparadas y las heredades bien labradas y cultivadas a su costa, no pudiendo venderlas ni enajenarlas hasta pasados cuatro años de su concesión, tras los cuales podían incluso repartir bienes entre herederos. Tampoco podían establecer censos, gravámenes o vínculos sobre los bienes concedidos o para su mejora sino era con licencia previa expresa de la Señoría

Los nuevos pobladores habían de pagar por sus haciendas y casas un censo anual y perpetuo consistente en 10 libras cada 24 de junio desde el año 1612, con la posibilidad de prorratear el pago hasta el mes de agosto. Sin embargo, no se les reconocía el derecho de exigir baja ni descuento en su paga por esterilidad, falta de agua, heladas, incendios, peste, guerra o cualquier otro factor natural. De otra parte, si bien quedaban libres del pago del luismo y la fadiga, estaban obligados al pago, en calidad de diezmo, de una décima parte de los granos, legumbres y frutas de los olivares y viñas (en abril), una doceava parte de la barrilla medida en quintales y una décima parte de los ganados que nacieran cada año. Otras cargas señoriales eran comunes a todas las cartas de población, como la obligación de moler y prensar las olivas en las almazaras de la Señoría, pagando por la piedra y biga dos libras de aceite limpio por cada pie de líquido graso, y de moler los granos en el molino de la Señoría, debiendo además acarrear los granos y frutos de la paga a los graneros de la villa para su peso y medida. Podían, sin embargo, vender el vino y –más aún– el tabernero tenía la obligación de comprarlo a los vecinos y pobladores de la villa.

La Señoría se reservaba una parte de la huerta y los corrales, además de la regalía sobre el montazgo y el herbazgo, así como sobre la taberna, la panadería, el horno y el parador. Asimismo, se arrogaba la facultad de ejercer la alta y baja jurisdicción, el mero y mixto imperio, pudiendo privar a los nuevos pobladores de su hacienda en caso de cometer crímenes de lesa majestad. Los pleitos de los nuevos pobladores habían de ser juzgados por los oficiales y jueces de la Señoría, no pudiendo apelar ni tener recurso de simple querella ni otro remedio ante otros jueces. Los jurados y justicias podían imponer también sisas sobre la carne para sustentar el gobierno de la villa y hacer frente a los pagos administrativos.