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Tema 4.2. Economía

Introducción

La economía de las Indias Occidentales estuvo marcada por la inexistencia de una política económica bien definida por los distintos soberanos de la Monarquía Hispánica. Tanto los Reyes Católicos como los Austrias tomaron distintas disposiciones económicas, que se adaptaron a las diferentes coyunturas de la exploración, conquista y colonización del Nuevo Mundo, y que tuvieron como principal objetivo la obtención de beneficios de las tierras descubiertas y conquistadas, de acuerdo con el sentido patrimonial que tenían del Estado. Por ello, siempre intentaron defender el monopolio de la explotación americana respecto a las demás potencias europeas, basándose en la concesión de las bulas alejandrinas y en el Tratado de Tordesillas con la corona portuguesa.

La irrupción hispánica en América supuso una profunda transformación de las estructuras económicas precolombinas y tuvo también una notoria influencia en la economía de la metrópoli.

La llegada de los tradicionales productos indígenas (patata, tomate, maíz, cacao o tabaco), arbustos tintóreos (palo brasil o campeche, índigo), frutas, plantas industrializables (henequén, pita o caucho), plantas medicinales (quina, coca, zarzaparrilla o el bálsamo de Perú) modificó los hábitos alimenticios y los usos y costumbres de la población hispana.

El oro y la plata extraídos de las entrañas del suelo americano provocaron el trastorno de los precios y las finanzas peninsulares, con incidencia en la economía europea.

El transporte de todos estos artículos generó un dinámico tráfico naval transatlántico, que en los viajes de retorno trasladaba hombres y géneros a las Indias.

La política poblacionista de la Corona hispánica y la afluencia de inmigrantes al Nuevo Mundo introdujo en él cambios que influyeron en la agricultura, la ganadería, la minería y las relaciones laborales con los indígenas. El trigo, el vino y el aceite, componentes básicos de la alimentación mediterránea, fueron llevados a América, pero, pese a los esfuerzos, los resultados fueron muy desiguales en función de la aclimatación y del trasplante de las semillas. Los ganados caballar, vacuno y porcino se difundieron por todo el continente americano con una fuerza inusitada. La tecnología europea permitió el empleo de métodos más eficaces en los trabajos mineros. Y el mundo aborigen sufrió un gran desgarro al aplicarse sobre él una organización del trabajo de raíces bajomedievales (repartimientos, encomiendas), desconocida por los indios, o bien la institución nativa de la mita, pero sin sus efectos positivos.

Paradójicamente, esta nueva organización económica no benefició a la Corona castellana. Pese a poseer el mayor y más rico imperio, con minas que producían grandes cantidades de metales preciosos, Castilla se vio abocaba a una profunda crisis, por dos motivos: la política dinástica ambiciosa y enormemente cara de los Austrias y el escaso desarrollo económico de la metrópoli, que acabó convirtiéndose en “las Indias” de otras potencias europeas, como Flandes, Francia o Inglaterra.

La minería

El acceso directo a las especias fue el principal aliciente que movió a Colón y a los Reyes Católicos a promover el proyecto transatlántico. No obstante, al poco de llegar al Nuevo Mundo, la consecución de metales preciosos se convirtió en el objetivo económico principal, tanto de los exploradores como de la propia Corona.

En una primera fase, se recurrió al trueque con los indígenas de las Antillas (que no daban un especial valor al oro o la plata). Así, algunos aventureros consiguieron inmensas fortunas, que sirvieron de acicate para la llegada de nuevos inmigrantes de Castilla. Sin embargo, el oro acumulado durante siglos por los nativos se agotó pronto y se recurrió a su obtención por medio del lavado de arenas auríferas. No obstante, los rendimientos no compensaron los gastos y aunque la producción creció por la llegada de profesionales castellanos, por las facilidades dadas por la Corona (redujo su parte a un quinto) y por la creciente explotación de los indios, el descenso demográfico progresivo llevó a la disminución de los beneficios y a la ruina del sistema. La etapa del oro antillano concluyó hacia 1525 y las islas fueron reorientadas económicamente a la producción agrícola y ganadera.

Entonces, los castellanos buscaron nuevas fuentes de metales preciosos en Tierra Firme, donde Vasco Núñez de Balboa y Pedrarias Dávila encontraron oro, bautizando la región como Castilla del Oro. La producción alcanzó su máximo entre 1520 y 1530, pero no fue suficiente como para establecer explotaciones fijas.

La búsqueda del oro siguió por el continente, movida por leyendas como El Dorado. No obstante, al margen del saqueo de los tesoros de los reyes aztecas e incas, solo se hallaron minas auríferas en zonas marginales, donde la colonización no se había llevado a cabo, lo que complicaba su obtención, tanto por el emplazamiento como por la resistencia de los nativos a trabajar en la extracción.

Hacia 1540 finalizó la etapa aurífera y comenzó la argentífera, tras el descubrimiento de las minas de plata de Potosí (1545) y Zacatecas (1546).

En un primer momento, la explotación fue compleja. Los yacimientos de Potosí estaban a más de 4.000 metros de altura (en una zona desolada y fría, en la que no vivía nadie, y a la que nadie quería ir a trabajar); y los de Zacatecas se hallaban en territorio de los belicosos indios chichimecas, muy reacios a someterse siquiera a la dominación hispana. Además, la extracción requería de mano de obra abundante (a la que resultaba complicado abastecer) y de fuertes inversiones de capital para la construcción de galerías. Y tras la extracción era necesario refinar el mineral para la obtención de la plata. Para ello, los promotores mineros comenzaron utilizando el sistema de fundición del metal en hornos, pero el procedimiento era poco eficaz (no permitía la extracción de toda la plata del mineral) y muy caro (porque necesitaba una gran cantidad de combustible -carbón y madera- y este era muy escaso en los lugares áridos donde aparecieron las minas).

La situación cambió radicalmente con la introducción del método de la amalgama con mercurio en el refinado de la plata. El proceso era sencillo, de bajo consumo energético y mucho más eficaz a la hora de separar la plata del metal. Además, el hándicap inicial de la necesidad de conseguir mercurio se resolvió importándolo de las minas europeas de Almadén y de Idria (en Eslovenia, en los dominios de los Habsburgo), y extrayéndolo a partir de 1563 de las minas de Huancavélica (Perú). Gracias a este avance técnico, la producción argentífera experimentó un auténtico boom en la recta final del siglo XVI. Durante el siglo XVII, la minería mexicana perdió importancia respecto a la peruana; una situación que se invertiría en el XVIII.

La agricultura y la ganadería

El Nuevo Mundo fue agrícola antes que minero o ganadero. Las primeras expediciones castellanas se dieron cuenta pronto de la necesidad de consumir algunos productos agrarios indígenas, ante la dificultad de recibir suministros regulares desde la Península Ibérica. Así, de forma temprana aparecieron en la dieta de los colonos la yuca, la calabaza, el fríjol, el maíz, el tomate, el cacao, la papa, la batata, las frutas (aguacate, piña, papaya) y los estimulantes (tabaco o coca).

Pese a los problemas de abastecimiento de alimentos, en los primeros años hubo poco interés por la actividad agropecuaria, ya que los colonos deseaban conseguir metales preciosos que facilitaran un rápido enriquecimiento.

La Corona tampoco fomentó inicialmente la fundación de colonias agrarias y ganaderas, igualmente centrada en la extracción de oro y plata. No obstante, consciente de los continuos problemas de abastecimiento de alimentos y de la necesidad de crear centros de producción agropecuaria para poder facilitar la expansión a otras regiones (en su búsqueda de riquezas), comenzó a favorecer la emigración de agricultores al Nuevo Mundo (con pasajes gratuitos, exenciones fiscales, asignaciones de tierras, entrega de aperos y animales, premios a los mejores productores, etc.).

Durante la primera mitad del siglo XVI, la atracción del oro y la plata fue poderosísima para los españoles; muchos colonos abandonaron sus tierras de cultivo cuando les llegaban rumores de la existencia más o menos cercana de riquezas. Las despoblaciones hicieron que los aborígenes se convirtiesen en los auténticos proveedores de alimentos de los europeos a través de las prestaciones tributarias. No obstante, el rápido declive demográfico de la población nativa (especialmente en las Antillas) generó una crisis de subsistencias, que fue superada por medio de la potenciación de las explotaciones agropecuarias españolas, que recibieron el impulso de la mano de obra negra.

La verdadera propulsora de la agricultura y ganadería indianas fue la minería, en dos escenarios. Donde desaparecían los metales preciosos, a los españoles solo les quedaba dedicarse a la explotación agropecuaria, que era menos rentable a corto plazo, pero permitía la supervivencia. Y donde había minas, florecían con rapidez las haciendas ganaderas y agrícolas, que eran imprescindibles para el suministro de alimentos a los promotores y a los trabajadores.

En algunas regiones de América, su verdadero tesoro no estuvo en el subsuelo, sino en sus explotaciones ganaderas, en las que la reproducción del ganado importado de España fue espectacular, por la ausencia de epidemias, los grandes espacios abiertos, la escasez de población y la existencia de gran cantidad de pastos. En el Nuevo Mundo, la ganadería estaba muy poco desarrollada. En México eran conocidos el guajolote (pavo) y el perro (alimento, no animal de compañía). En Perú, la ganadería estaba más desarrollada gracias a los camélidos: alpaca y vicuña (para la consecución de lana), y llama (para el transporte, la alimentación y la producción de estiércol). La llegada del ganado europeo (vacuno, caballar, porcino, ovino, caprino y aves de corral) supuso una transformación esencial en el desarrollo humano y económico de América. La dieta alimenticia indígena mejoró con los aportes de las proteínas animales y sus condiciones de trabajo evolucionaron gracias al empleo de las bestias (como las mulas) en el trabajo del campo o el acarreo de mercancías. No obstante, la impresionante propagación ganadera fue también una amenaza para la economía indígena de las zonas más pobladas, porque muchas cosechas fueron destruidas o devoradas por el ganado, provocando crisis de subsistencias, mortandad y movimientos migratorios. Por otra parte, el exceso de oferta conllevó una reducción de los precios de los animales, de la carne (30 veces menos que en España) y de otros productos derivados (como cuero o sebo).

La Corona intentó regular los terrenos dedicados al labrantío y a la crianza, pero al igual que sucedió en la Península Ibérica, los ganaderos tuvieron un mayor peso. De hecho, en México se fundó la Mesta (1537) a imagen de Castilla. De cualquier forma, los conflictos entre ganaderos y agricultores fueron escasos debido a la abundancia de tierras disponibles y a la gran extensión de las haciendas, que limitaron la necesidad de los desplazamientos de los animales en busca de pastos.

En cuanto a la agricultura, ante la falta de suministros regulares de la metrópoli, los pobladores hispanos del Nuevo Mundo buscaron provisiones sustitutorias, acostumbrándose al consumo de productos indígenas o tratando de aclimatar los cultivos europeos.

La Corona favoreció la llegada de agricultores y las labores agrícolas, por medio de la concesión de tierras según el rango o los méritos de los conquistadores, o de la cesión a los cabildos para su reparto entre los vecinos. La mano de obra empleada en los campos de cultivo fue la indígena (sustituida por los esclavos negros allá donde no quedaban nativos).

Los hispanos trataron de aclimatar los cultivos básicos de la dieta mediterránea, como el trigo, la vid y el olivo, y otros, como la caña de azúcar, la cebada o el arroz.

La excesiva humedad hizo fracasar las plantaciones de trigo en las Antillas. No obstante, estas proliferaron en el continente, en regiones como Tierra Firme, México, Costa Rica, Ecuador, Perú y Chile. La demanda española propició la generalización del cultivo del trigo, que incluso llegó a ser consumido por los indígenas (pese a que preferían el maíz).

La vid tampoco se aclimató en las islas del Caribe. Llevada al continente, su cultivo fracasó en México, pero alcanzó un excelente arraigo en los valles peruanos y en Chile.

El fracaso del cultivo del trigo y la vid en las Antillas propició el cultivo de la caña de azúcar, que se convirtió en su principal activo agrícola. Esta también pasó al continente, creándose plantaciones en México y Perú. Las explotaciones de caña de azúcar precisaban de notables extensiones de terreno cultivado, abundante mano de obra, el uso de animales de carga y cuantiosas inversiones económicas, por lo que los promotores recibieron ayuda de la Corona, hasta que el consumo de azúcar se generalizó e hizo muy rentable este cultivo.

El cultivo de la morera también pasó de España a América. La cría del gusano de seda se desarrolló tempranamente en México, gracias a su gran rentabilidad. No obstante, la producción sedera americana acabó hundiéndose por la llegada de las telas chinas, vía Filipinas, y por el temor a la competencia de los productores en España.

De las plantas americanas, el maíz siguió cultivándose y consumiéndose, en especial por los nativos. Artículos como el cacao, el tabaco o el algodón no alcanzaron un auge sobresaliente hasta bien entrada la Edad Moderna. En cambio, sí generaron interés entre los hispanos productos tintóreos, como el índigo, el palo brasil o la cochinilla.

La agricultura no pudo aprovechar al máximo las posibilidades del terreno, lastrada por las deficiencias de las vías de comunicación, la falta de tecnología para intensificar los cultivos, la reducción progresiva de la mano de obra indígena, la mala distribución de la tierra (gran parte de ella estaba en las “manos muertas” y la Iglesia era la principal terrateniente) y la falta de capitales e inversión. El único lugar de Iberoamérica donde se aprovechó al máximo la infraestructura existente (buenas tierras próximas a los puertos) y tuvo capital, técnica y mercado, fue Brasil, donde se desarrolló de forma espectacular la producción azucarera.

La industria y la artesanía

La manufactura fue la actividad económica menos desarrollada en América por distintas causas: el retraso industrial español, la negativa consideración social de los “oficios manuales”, el interés por el enriquecimiento rápido, la falta de obreros especializados, la ausencia de inversiones en el sector, la predilección por las explotaciones agropecuarias, las deficiencias de la red de comunicaciones, la consideración de las Indias como suministradoras de materias primas para su transformación en la Península y el proteccionismo estatal de la producción de la metrópoli en detrimento de la colonial (para evitar la competencia).

En la teoría, la metrópoli había de suministrar a las colonias todos los productos manufacturados necesarios; pero en la práctica, ello fue imposible, por lo que fue preciso el establecimiento (favorecido por el Estado) de un artesanado que pudiese proporcionar a los centros urbanos los artículos que Europa no podía suministrar, por su bajo coste y escasa rentabilidad comercial.

Los profesionales de un mismo oficio se agruparon en gremios. Estos se regían por ordenanzas promulgadas por los cabildos municipales, que necesitaban la confirmación del virrey o del propio rey. En ellas se intentaba encontrar el equilibrio entre las condiciones laborales, la oferta y la demanda, los intereses de los consumidores y las obligaciones para con la Hacienda Real. Así mismo, regulaban el sistema de ascenso, la calidad de los productos y el acceso de los no europeos a las profesiones. Indios, mestizos, negros y mulatos, y el resto de mezclas étnicas, tuvieron vedada la equiparación con los españoles en la mayoría de los oficios; en cambio, sí dispusieron de más facilidades en actividades como la curtiduría, la albañilería o la carpintería.

Los primeros gremios surgieron en Nueva España (sederos, 1542). Más tarde se extendieron al Perú y a todos los territorios americanos. Los había de los más diversos oficios: cereros, sastres, talabarderos, cardadores, alfareros, sombrereros, silleros, cordoneros, etc. En México y Lima había casi 100 gremios. De todos ellos, el más importante era el de los plateros.

Por otra parte, entre las actividades de transformación industrial sobresalió la textil, que se desarrolló porque encontró un mercado, el de los indios y mestizos, que necesitaban vestido y no podían comprar prendas de origen europeo. Los obrajes fabricaron para ellos prendas de algodón y lana baratas, gracias a que tenían materia prima (algodón y ovejas) y mano de obra barata (indios encomendados), y su puesta en marcha no requería grandes inversiones. El trabajo en los obrajes era extremadamente duro (jornadas laborales abusivas, teñido con productos tóxicos), lo que motivó las quejas de los religiosos. El hundimiento de los obrajes indianos empezó a perfilarse con las concesiones a franceses e ingleses y su fin sobrevino con la revolución industrial.

Otra actividad industrial que alcanzó cierto desarrollo (sobre todo, en México) fue la sedera. Los indígenas aprendieron pronto a cultivar los gusanos y a fabricar la seda, pero los tejidos de este género entraron en competencia con los españoles, lo que alertó a los comerciantes monopolistas. Además, su auge coincidió también con la apertura de la ruta comercial entre Manila y Nueva España, que permitió la llegada de sedas chinas a un coste ínfimo, con las que las mexicanas no podían competir. Por ello, la producción de seda dejó de ser una actividad “industrial”, para seguir existiendo a escala artesanal y muy local.

La industria naval nació en el Nuevo Mundo con la conquista. Desde mediados del siglo XVI se construyeron naves en casi todas las regiones, destacando los astilleros de Panamá, La Habana, Cartagena, Maracaibo o Guayaquil.

Otras industrias destacadas fueron la del bronce (que era utilizado para la fabricación de cañones, campanas y recipientes utilizados en el tratamiento de la caña de azúcar), la pólvora y la construcción de carrozas y carretas.

Al terminar el siglo XVII, Hispanoamérica seguía careciendo de una verdadera industria, pero su artesanado la autoabastecía de muchos artículos, como tejidos burdos, zapatos, muebles, monturas, cerámica, vidrio, azulejos, campanas, barcos, conservas azucaradas, etc., que iban restando mercado a las importaciones europeas.

El comercio

El tráfico ultramarino fue la clave del sistema económico establecido entre la Monarquía Hispánica y el Nuevo Mundo. El objetivo inicial era que las posesiones americanas suministrasen metales preciosos, materias primas y productos exóticos, y que recibiesen, a cambio, las manufacturas que necesitasen. El modelo beneficiaba claramente a la metrópoli, ya que su producción podía encontrar un fácil y amplio mercado al otro lado del Atlántico.

En un principio, los Reyes Católicos pretendieron afrontar la empresa del Nuevo Mundo en régimen de monopolio, con una única concesión, la participación de Cristóbal Colón, de acuerdo con los términos de las Capitulaciones de Santa Fe. Este modelo de explotación apenas pervivió unos años, por las protestas contra las pretensiones del Almirante en La Española, el inconformismo de los hispanos ante la situación y la imposibilidad de la Corona de asumir en solitario los gastos derivados de las expediciones de exploración, conquista y explotación. Por ello, en 1495, los Reyes Católicos autorizaron a los mercaderes hispanos (sin diferencias entre súbditos castellanos y aragoneses) a emprender iniciativas privadas (a cambio de una parte de los beneficios que consiguieran). Aun así, la Corona se reservó el monopolio de los productos más rentables (como licencias y asientos de negros, mercurio, sal, naipes, papel sellado o pólvora).

El interés por controlar el tráfico con las Indias llevó a la Corona a la adopción de un sistema de puerto único, el de Sevilla, y a la creación en ella de una entidad estatal, la Casa de Contratación, encargada de regular y vigilar el comercio con las colonias, fiscalizar las embarcaciones, evitar los fraudes y controlar la llegada de los metales preciosos. La capital andaluza atrajo a gran cantidad de comerciantes procedentes de diversos lugares de la Península (en especial, de Burgos y Valladolid) y se convirtió en un verdadero emporio comercial, en el que los principales mercaderes formaron una agrupación denominada “cargadores de Indias”, que intentó acaparar los negocios con América. Junto a ellos, otros comerciantes menores también trataron de aprovechar las flotas indianas para comerciar con sus mercancías.

El esquema era prácticamente idéntico al otro lado del Atlántico. En ambos casos, los géneros solían expedirse a nombre de un apoderado asentado en el lugar de destino y encargado de recibir las mercancías, o bien el propio comerciante viajaba en las naves con la carga, negociando de forma directa en los puntos de venta.

Los comerciantes extranjeros tenían vedada la participación en el comercio indiano, pero pudieron salvar dicha prohibición logrando la carta de naturaleza, empleando testaferros españoles o asociándose con mercaderes hispanos. Además, entre 1526 y 1538, Carlos I toleró la presencia de flamencos y alemanes, súbditos del Imperio, en el tráfico con el Nuevo Mundo.

La unión estratégica entre grandes mercaderes, banqueros y nobles (por medio de consorcios o, incluso, enlaces matrimoniales) propició que una élite dominase el tráfico con América. Dicha oligarquía logró de la Corona la creación en Sevilla de un Consulado, que se dedicó a defender sus intereses y privilegios incluso frente al propio Estado, tenía jurisdicción propia en causas civiles, contaba con personal especializado en temas financieros, se ocupaba de organizar y equipar las flotas, y llegó a influir en los fletes, las cargas y los precios de los productos enviados a América. Este control de los envíos provocó escasez de géneros en las Indias y la aparición y el crecimiento del contrabando, realizado por extranjeros.

La intervención en el comercio indiano implicaba grandes riesgos, ante la posibilidad de sufrir naufragios, ataques de piratas, demoras en los puertos, o los efectos de las tormentas en los trayectos. Además, también afectaron al comercio los períodos de crisis de las exportaciones y las importaciones, la elevada fiscalidad real, los secuestros de capitales y materiales preciosos por la Corona, o los retrasos en el pago de deudas. Los grandes mercaderes eran los únicos que podían soportar un desastre financiero o un embargo, o pagar los intereses de los préstamos. Frente a la acción individual, siempre cabía la opción del consorcio entre varias personas que asumían a partes iguales los gastos y disfrutaban igualmente de los beneficios.

Durante los primeros años, la navegación transatlántica fue realizada por barcos carentes de protección o acompañamiento armado. No obstante, en 1523, el corsario francés Jean Fleury capturó cerca de las Azores parte del tesoro azteca enviado por Hernán Cortés a Carlos V y, a partir de ese momento, comenzó a crecer la piratería y se hicieron frecuentes los ataques a las embarcaciones peninsulares. Pequeñas escuadras españolas iniciaron la vigilancia de los barcos que iban a las Indias o volvían de ellas, en los puntos más conflictivos; y para sufragar los gastos, la Corona estableció el impuesto de la “avería”, que los comerciantes hubieron de pagar en función del valor de las mercancías transportadas.

En 1526 se prohibió la navegación aislada. Los barcos tenían que cruzar el Atlántico agrupados, de forma que pudiesen defenderse mutuamente en caso de ataque. Inicialmente, la tutela se limitó al control del espacio marítimo situado entre las Canarias, las Azores y el cabo de San Vicente. La creciente inseguridad propició el envío de armadas reales a las Antillas. Y en 1543, la Corona introdujo el sistema de convoyes, tanto para la ida como para el retorno. Una flota anual partía de la península rumbo a las Indias, acompañada por barcos de la Armada; ya en las Antillas, la escuadra se dividía en dos partes, una con rumbo a Veracruz y la otra con destino a Nombre de Dios (Panamá) y Cartagena de Indias (Colombia). El regreso exigía la salida de los puertos americanos en marzo con la intención de concentrar la flota en La Habana en abril e iniciar entonces la travesía oceánica. La organización del viaje en convoyes dio seguridad al tráfico, pero también ralentizó mucho el tránsito ultramarino.

La carabela fue el barco más utilizado para el comercio americano. No obstante, conforme crecieron los días de navegación y las necesidades de carga se pasó a navíos de mayor tamaño (como galeones, urcas, carracas o naos).

Los productos de mayor aceptación en América fueron el trigo, el vino, el aceite, el hierro, el mercurio y los tejidos. El retraso industrial español propició la llegada masiva de manufacturas extranjeras, como peines, sombreros, papel, artículos de mercería y telas. Además, el contrabando solucionó buena parte de los problemas de abastecimiento. Por otra parte, las principales exportaciones indianas fueron el oro, la plata, los cueros, las maderas tintóreas y el azúcar.

Al margen del comercio exterior, en América también existieron importantes flujos mercantiles, no solo locales, sino también de radio regional o intercolonial, orientados fundamentalmente al abastecimiento de las ciudades y de los centros mineros, y a la obtención de plata por las oligarquías para poder pagar las importaciones europeas.

En América hubo cuatro circuitos comerciales propios, los del Caribe, el Pacífico, el Atlántico meridional y el Transandino. Salvo este último, los demás fueron marítimos, ya que las comunicaciones terrestres eran complicadas y encarecían los productos. El comercio marítimo se organizó al principio con buques viejos comprados a las flotas, pero pronto se desarrolló la industria naval en el Caribe, que suministró las embarcaciones apropiadas. Con el tiempo, apareció por toda América un buen número de astilleros, que proporcionaron los barcos necesarios para este comercio “interior” americano.

El circuito caribeño tuvo un gran tráfico. Comprendía las Antillas, las costas orientales mexicana, centroamericana y panameña, el litoral neogranadino y la costa venezolana. Veracruz fue el gran motor comercial del área, como proveedor de plata y harinas, dos elementos que necesitaban todos los territorios caribeños. Otros productos que dinamizaron el circuito fueron el cacao venezolano; el maíz y las aves de Campeche; la cera, el azúcar y el cobre de Cuba; y el añil, el tabaco, los cueros y el azúcar de los puertos centroamericanos. Otro de los grandes negocios de este circuito fue la redistribución de las mercancías europeas (especialmente, desde Cuba en dirección a México).

El circuito del Pacífico fue un gran mercado regional americano, pero la Corona lo dividió en dos partes, el septentrional y el meridional, con “frontera” en Panamá, para limitar la salida de la plata peruana. Acapulco fue el principal centro comercial del “subcircuito” del norte. Exportó cobre y madera a Panamá, y textiles, muebles, joyas y cueros al Perú, a cambio de vinos, aceite y, sobre todo, mercurio de Huancavélica (fundamental para las minas de plata mexicanas). Además, desde 1573, se instauró el Galeón de Manila y el puerto mexicano se convirtió en centro redistribuidor de productos chinos (como sedas, especias y artículos de lujo), tanto para el mercado interior mexicano, como para otros lugares del sur. Los flujos comerciales entre México y Perú adquirieron tal importancia, que, en 1591, la Corona prohibió el comercio entre ambos virreinatos para evitar la fuga de la plata peruana a Oriente. La medida fue ineficaz, ya que los intercambios siguieron realizándose, aunque de forma ilegal. La Corona reaccionó limitando la importación de productos chinos, pero ello incentivó aún más el contrabando. Panamá también tuvo una participación activa en este circuito, importando del sur harinas, mantas, paños, carne y cacao, a cambio de materiales para la construcción naval. Otros centros comerciales de este circuito fueron Guayaquil, El Callao y Valparaíso.

El circuito transandino unía la costa peruana con el Río de la Plata. Las rutas eran terrestres y atravesaban el Alto Perú, una región rica en plata y pobre en producción agropecuaria. Lima, Charcas, Córdoba y Buenos Aires fueron los principales focos comerciales de este circuito, que, aparte de dinamizar el tráfico de mercancías entre las ciudades existentes a ambos lados de los Andes, se centró en el abastecimiento alimenticio de los centros mineros a cambio de plata.

Por último, el circuito atlántico meridional comprendía las zonas brasileña y rioplatense, pertenecientes a las Coronas de Portugal y Castilla, respectivamente. En un principio, la región del Río de la Plata quedó comercialmente aislada, ya que los monarcas castellanos temían que la plata peruana acabase en Brasil. La situación se desbloqueó cuando Felipe II se convirtió en rey de Portugal (1580). Entonces se autorizó el comercio con Brasil, cuyas plantaciones necesitaban todo tipo de productos, incluso alimentos. Los porteños llevaron a los portugueses harina de trigo, vino, ganado, sebo y cueros (y también plata de contrabando), a cambio de esclavos y hierro (y también de manufacturas de contrabando, que llegaban más baratas a Brasil). La salida ilegal de plata de Buenos Aires hacia los puertos brasileños provocó la reacción de la Corona, que llegó a cerrar el puerto bonaerense, a prohibir la llegada de plata a la citada ciudad e, incluso, a prohibir el comercio, creando una época dorada para el contrabando, que fue dirigido desde la colonia portuguesa de Sacramento.

El comercio interregional fue creciendo progresivamente en Iberoamérica desde finales del siglo XVI y tuvo un gran auge en el XVII. Las colonias generaron un verdadero mercado común, pese a la falta de capital comercial.