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Tema 8. La Iglesia en el Nuevo Mundo

Las concesiones pontificias y el Real Patronato

Pese a que en la primera expedición colombina no hubo ningún sacerdote, pronto los Reyes Católicos asumieron como objetivo la conversión de los nativos del Nuevo Mundo recién descubierto y ya en el segundo viaje de Colón, en 1493, viajaron religiosos con la misión de iniciar la labor evangelizadora. A partir de ese momento, la Corona castellana consiguió diversas concesiones de la Santa Sede, como contraprestación por la promoción real del cristianismo al otro lado del Atlántico.

  • Ese mismo año 1493, las bulas alejandrinas les concedieron a los monarcas las tierras descubiertas y por descubrir a cambio del compromiso del envío de misioneros y de la conversión paulatina de los indígenas.

  • En 1501, los reyes recibieron el derecho a percibir una parte de los diezmos eclesiásticos.

  • En 1508 sumaron el derecho de patronato, que les permitía presentar sus candidatos para todos los cargos eclesiásticos del Nuevo Mundo y erigir iglesias.

  • En 1518, la Corona castellana recibió la facultad de establecer los límites de las diócesis.

  • En 1522, obtuvo el derecho a decidir el número de religiosos que podían marchar a América.

Además, en 1538, Carlos I introdujo el pase regio (placet o exequatur) como condición previa para la puesta en ejecución de los documentos pontificios dirigidos al Nuevo Mundo. Y en 1539, el emperador dio orden a los obispos de las colonias de que remitiesen a la corona cualquier súplica que necesitaran hacer al papa.

Aunque que los monarcas hubieron de asumir los costes de la extensión de la fe católica en las colonias, el esfuerzo económico se vio ampliamente recompensado por el estricto control que ejercieron sobre los asuntos eclesiásticos indianos (la organización, los nombramientos eclesiásticos y las actividades financieras, judiciales e institucionales).

En tiempos de Felipe II, la Santa Sede trató de recuperar poder por medio del nombramiento de un nuncio en las colonias, pero el Rey Prudente se opuso y desde su reinado, la Iglesia indiana estuvo totalmente domesticada al Regio Patronato, que la gobernó a su antojo.

En el siglo XVIII, esta autoridad real se convirtió en un verdadero sistema de control de todas las actividades eclesiásticas, basado en la aplicación de la doctrina regalista de que el rey tenía el derecho y el deber de desempeñar la función de vicario general de Dios en la Iglesia americana.

La organización eclesiástica

Las primeras diócesis del Nuevo Mundo fueron creadas en 1511 en La Española y Puerto Rico. A partir de ese momento, la conquista transcurrió casi en paralelo con la creación de nuevos obispados, tanto en las islas como en el continente. A mediados del siglo XVI, había ya una treintena de diócesis, cuya sede metropolitana era Sevilla, donde habían de dirimirse las causas eclesiásticas en segunda instancia. La lejanía y la demora en la resolución de los pleitos llevó a la creación en América de las archidiócesis de Santo Domingo, México y Lima en 1546, la de Santa Fe en 1564, y la de Charcas en 1605.

La Corona controló en todo momento los nombramientos de obispos y arzobispos. En virtud del Real Patronato, el Consejo de Indias confeccionaba una terna de candidatos, de los que el rey elegía a uno y le solicitaba su nombramiento al papa, quien accedía a su petición. La acción del pontífice era más bien una ratificación del nombramiento efectuado por el rey. De hecho, como las bulas apostólicas solían tardar algún tiempo, fue práctica común que los candidatos elegidos por el monarca saliesen hacia su destino y tomasen posesión de su plaza sin esperar la llegada de la documentación papal. Los candidatos seleccionados debían jurar fidelidad al rey, por lo que eran casi “funcionarios” de la Corona.

Los monarcas tuvieron más dificultades para controlar el clero regular, cuyos superiores completaban la jerarquía eclesiástica en las colonias. Allí, los priores de las órdenes debían comunicar a los virreyes, los gobernadores o las Audiencias la necesidad de nuevos frailes. Las autoridades civiles pasaban su dictamen al Consejo de Indias, que daba la licencia de paso para que los religiosos cruzasen el Atlántico y llegasen a sus nuevos destinos. Esta práctica otorgó cierto poder a la Corona, que pudo vetar el tránsito de frailes poco “fiables”. Pese a ello, las Órdenes gozaron de una gran autonomía frente a la autoridad del monarca, ya que sus priores no eran propuestos a través del Regio Patronato, sino que eran elegidos por los capítulos o congregaciones provinciales y por un tiempo limitado (entre 3 y 6 años). Felipe II trató de crear la figura de unos comisarios generales residentes en Madrid para los franciscanos, los agustinos y los dominicos, con el objetivo de incrementar su control sobre las congregaciones más importantes, pero halló mucha resistencia. El poder real sobre los regulares creció curiosamente gracias a la puesta en vigor en 1574 de un decreto del Concilio de Trento, que establecía que ningún clérigo podía tener jurisdicción espiritual sobre laicos u ocuparse de la cura de almas si no dependía directamente de un obispo. Ello tuvo grandes consecuencias, ya que el clero regular que ejercía el sacerdocio sobre la población hispana de las Indias (peninsulares, criollos y mestizos) comenzó a depender de una autoridad nombrada por el Regio Patronato; y muchas iglesias levantadas por misioneros regulares, que con el tiempo se convirtieron en parroquias, pasaron a manos de clérigos seculares de designación real. Los órdenes intentaron reaccionar contra esta disposición, pero su presencia tendió a disminuir en el medio urbano, controlado por los obispos, y a crecer en el hábitat rural, en zonas “fronterizas”.

Los roces entre los prelados, los cabildos catedralicios, los regulares (concentrados en conventos) y las autoridades civiles fueron frecuentes durante toda la época colonial.

Las diócesis fueron la mayor unidad territorial religiosa. Dentro de ellas, había divisiones menores, como las parroquias, situadas en lugares habitados fundamentalmente por hispanos, al frente de las cuales solía haber un cura perteneciente al clero secular; o las doctrinas, formadas por aldeas y pueblos nativos habitados por indígenas de encomiendas, en las que solía haber un doctrinero, que se ocupaba de las tareas evangelizadoras. También existían otras unidades territoriales, las misiones, situadas fuera de los obispados, generalmente en lugares alejados, y en las que los misioneros se ocupaban de lograr conversiones hasta la incorporación de la región a la organización política y eclesiástica hispana.

Las Juntas eclesiásticas, los sínodos diocesanos y los concilios provinciales fueron los organismos encargados de abordar las distintas problemáticas de la Iglesia americana, las necesidades espirituales de los creyentes y la aplicación de medidas pastorales.

Como el clero estaba subordinado a la Corona, el Estado asumió la tarea de vigilar la moralidad de los religiosos, muchos de los cuales tenían costumbres “relajadas” (como la práctica del concubinato). Hubo gran cantidad de denuncias de las autoridades civiles y ruidosos escándalos, que provocaron el envío de visitadores. Además, desde 1517, todos los obispos de Indias tuvieron poderes inquisitoriales. Aun así, la persistencia de las acusaciones sobre la inmoralidad de algunos religiosos movieron a Felipe II a crear tribunales de la Inquisición en Lima y México, y a Felipe III a crear un tercer tribunal en Cartagena. Aparte de las actuaciones relacionadas con la relajación de las costumbres del clero, la Inquisición se ocupó de penalizar delitos como la brujería, la herejía (de judaizantes generalmente portugueses), la blasfemia, la demonología y la adivinación. La Inquisición no actuó contra los nativos, por su condición de neófitos y desconocedores de las verdades de la fe.

Clero secular y clero regular

La Iglesia americana tenía dos grandes cometidos: la conversión de los indios paganos y la preservación de la fe en las comunidades españolas cristianas. De la labor evangelizadora se ocuparon principalmente los frailes regulares y la atención pastoral de los emigrantes españoles fue la principal tarea de los curas seculares.

En el Nuevo Mundo apenas hubo clérigos nativos o mestizos, pero sí muchos criollos (españoles nacidos en ultramar), que pronto comenzaron a rivalizar con los peninsulares por los distintos cargos eclesiásticos.

Entre los regulares, destacaron los franciscanos, los mercedarios, los dominicos, los agustinos y los jesuitas, que poco a poco fueron llegando de la Península Ibérica y se instalaron por toda la geografía colonial, para encargarse de la evangelización y la formación de los indígenas. Los frailes criollos tardaron en ocupar puestos destacados tanto en la labor misional, como en la administración de los conventos.

La evangelización y sus gastos fueron asumidos por la Corona, en virtud del Regio Patronato. La Santa Sede intentó en varias ocasiones influir en dichos asuntos, pero se topó con la oposición de los monarcas hispánicos, que se negaron a permitir tales injerencias. Por ello, Roma tuvo que limitarse a sugerir políticas misioneras a través de sus nunciaturas en Madrid y Lisboa. Pero en aquellos momentos, las órdenes religiosas ya estaban desplegando grandes campañas de evangelización en zonas de frontera y necesitaban más el apoyo de las autoridades civiles que la asesoría pontificia.

Las misiones

Los frailes se vieron obligados a aprender las lenguas nativas, para poder optimizar sus tareas evangelizadoras. La redacción e impresión de catecismos y libros de doctrina en dichos idiomas favoreció la labor pastoral y la difusión de la imprenta. Y la fundación de colegios no solo les permitió evangelizar, sino también formar a los indígenas en otras materias y en los comportamientos y costumbres propias de la civilización europea.

Los predicadores fomentaron el desarrollo de las cualidades propias de los nativos, como una forma de ganar su confianza. Crearon centros en los que los indios podían demostrar sus habilidades para la música, la pintura o la escultura, y los premiaron por ello, con la intención de animar a otros indígenas a acercarse al “buen camino”.

Los frailes trataron de resolver con buen talante asuntos tan delicados como la poligamia o los matrimonios consanguíneos de los indígenas. No obstante, también llegaron a ser contundentes, cuando habían de destruir ídolos y templos precolombinos, o cuando tenían que castigar a quienes seguían practicando sus antiguas creencias. Convencidos o no, una gran proporción de los indígenas consintieron en la aceptación del cristianismo, lo que generó nuevas necesidades pastorales, como el incremento de la formación cristiana de los que iban a convertirse o de los ya bautizados, o la prevención de recaídas en la idolatría.

La predicación de las Sagradas Escrituras a una población de espiritualidad muy diferente llevó a muchos frailes a utilizar motivos iconográficos (pinturas murales en las puertas de los conventos o decoraciones grabadas en las iglesias y capillas) para facilitar la comprensión de los principios básicos del cristianismo. La tarea de los frailes no fue sencilla, ya que el choque de las concepciones religiosas llevó muchas veces a actos violentos de rechazo por los indígenas e, incluso, en ocasiones, al martirio de los regulares, sobre todo en tierras de nativos.

La Iglesia en defensa del indígena

Los abusos cometidos por los colonos sobre los nativos desde los primeros tiempos de la conquista no dejaron indiferentes a los religiosos que llegaban al Nuevo Mundo. El domingo anterior a la Navidad de 1511, el dominico fray Antonio de Montesinos se convirtió, desde el púlpito, en la voz crítica de la actuación de los hispanos sobre los naturales de aquellas tierras, que les impediría la salvación eterna. Tras su sermón, Montesinos siguió reprochando la actitud de los españoles y se negó a recibirles en confesión y a absolverles de sus pecados mientras no cambiasen de actitud.

Las noticias de estos escándalos llegaron a la corte. Con informaciones contradictorias, procedentes de los encomenderos y de los dominicos, Fernando el Católico convocó una Junta en Burgos, a la que asistieron religiosos y juristas, y cuyas deliberaciones fueron el germen de las Leyes de Burgos de 1512, que establecieron la libertad y la racionalidad de los indios, el buen trato a los indígenas, la construcción de templos, el envío de visitadores que habían de informar de las infracciones y la necesidad de promover la evangelización, pero no suprimieron las encomiendas… En los años siguientes, se acentuaron las medidas protectoras, creándose el oficio de protector de indios, que perduró de 1516 a 1568. Así mismo, en 1514 se oficializó la práctica del “Requerimiento”, la petición a los indígenas de la aceptación de la autoridad de la corona castellana y de la fe católica.

La batalla por la defensa de los indios logró un nuevo avance en 1526. La insistencia de los dominicos hizo que de Granada surgiesen nuevas normas reguladoras de las conquistas que establecían el castigo de los desmanes, la libertad del indio esclavizado sin motivos, la presencia en las huestes de dos clérigos encargados del adoctrinamiento y de velar por el buen trato a los nativos, la prohibición de obligar a los naturales a trabajar en las minas, y la vigilancia del trato a los indígenas en las encomiendas.

Las protestas de las Órdenes prosiguieron en los siguientes años, ante el nulo respeto a las ordenanzas y la continuidad de los abusos de los encomenderos. Bartolomé de Las Casas se destacó en la defensa de los nativos. El siguiente hito en la protección indígena fueron las Leyes Nuevas de 1542, que abolieron el derecho de esclavitud y servidumbre personal, prohibieron la realización de nuevos repartos de indios a los españoles y establecieron exenciones fiscales a los naturales de las islas caribeñas, con el fin de promover su recuperación demográfica. El conocimiento de las Leyes en América provocó protestas, actitudes de desacato e, incluso, rebeliones. La disparidad de posturas entre los religiosos y los encomenderos llevó a la convocatoria de la Junta de Valladolid, que finalizó en empate, pero supuso nuevos avances en la protección de los indígenas.

El poder económico de la Iglesia

La Iglesia tuvo un enorme poder económico en las Indias. De hecho, se convirtió en el primer propietario del Nuevo Mundo, al disponer de tres fuentes de ingresos: los diezmos (que le permitían tener dinero en una sociedad descapitalizada por la salida de metales preciosos en dirección hacia la Península), la explotación de una mano de obra casi gratuita (la indígena) y las donaciones de los fieles.

La Iglesia acumuló así un enorme capital que no podía utilizar en actividades lucrativas, como el comercio o la explotación de minas. Tras levantar enormes y lujosos templos, invirtió en bienes inmobiliarios (fundamentalmente tierras), y se convirtió en el primer propietario de inmuebles y en el mayor latifundista del Nuevo Mundo. En la segunda mitad del siglo XVI, Felipe II prohibió que los eclesiásticos adquiriesen bienes raíces en operaciones ordinarias de compraventa, pero la medida apenas pudo mitigar el problema. A finales del Quinientos, la Iglesia tenía la tercera parte de las tierras productivas del Perú y la mitad de México, pero no era nada eficaz a la hora de ponerlas en explotación. Además contaba con un inmenso patrimonio en casas y templos.