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Tema 6. Las reformas borbónicas

En el siglo XVIII, con la entronización de la nueva dinastía borbónica, se introducen planteamientos tendentes al fortalecimiento del poder monárquico. En ellos encontramos la influencia de los consejeros franceses que acompañan a Felipe V, pero también hay decididos partidarios de las reformas en España y algunas realizaciones, si se quiere modestas, en los últimos años del reinado de Carlos II.

Desde la distancia, se puede decir que la política de los Borbones respecto a América es la de reforzar los vínculos entre ambas orillas del Atlántico –bastante relajados con los Austrias Menores-, redefinir el “pacto colonial”, asignando a los reinos indianos un papel de complementariedad dentro de una situación de dependencia respecto a la Península, con el objetivo último de conseguir un crecimiento económico que reportase un aumento de los ingresos de la Real Hacienda y permitiese a la monarquía recuperar su peso en el contexto internacional.

Sin embargo, esa política atraviesa por distintas etapas y ni siquiera es posible identificar una línea constante a lo largo del siglo, pues debe tener en cuenta las circunstancias cambiantes –en la política internacional, en las mismas prioridades de los equipos de gobierno…- y las inercias y resistencias que debe superar.

En los primeros momentos, la acción política viene condicionada por la guerra, que enfrenta a los Borbones con las demás potencias europeas que apoyan al pretendiente, el archiduque Carlos, quien había visto frustradas sus pretensiones a la herencia de Carlos II en su último testamento. Se disputa la hegemonía en Europa, y aquí se desarrollará el grueso de las operaciones, pero también los beneficios del comercio colonial. En esta coyuntura bélica, la relación entre metrópoli y colonias se ve muy comprometida por el dominio del mar por las flotas holandesa y británica ante una armada hispana que no es ni merecedora de tal nombre. Cuando más necesarios son los recursos y más exhaustas están las arcas de la monarquía, apenas llegan algunas de las remesas indianas ya de por sí muy mermadas. Para lograr unas mínimas comunicaciones con los puertos de la otra orilla del Atlántico, Felipe V necesita la ayuda de la flota francesa que en modo alguno es desinteresada. Esa misma necesidad de recursos hace que se acuda a un expediente en teoría excepcional, pues fue reiteradamente utilizado en la centuria anterior, como es el de la enajenación de rentas y cargos, lo que no hace más que aumentar la autonomía de las élites indianas y la corrupción a todos los niveles: se venden regidurías, corregimientos, alcaldías mayores, cargos en la administración de hacienda, en las audiencias, de alcaides de fortalezas…; se llega a vender en 1707 el cargo de general de la Armada del Mar del Sur por 1.500 doblones.

El fin de la contienda no supone pérdidas territoriales significativas en América en términos relativos, aunque la debilidad militar y la falta de recursos impide recuperar los enclaves más o menos consolidados en esos momentos, pero sí conlleva la concesión de privilegios comerciales a favor de los vencedores, esencialmente los ingleses: el navío de permiso y el asiento que permitía desembarcar 4.000 esclavos negros anuales en la América hispana, abriéndose nuevas vías para el contrabando.

Un amplio programa de reformas se hará esperar para América, cuando además era más urgente llevarlas a cabo en los reinos peninsulares, sobre todo en aquellos que habían mantenido un régimen foral propio que, aunque desnaturalizado, se consideraba un condicionante para la acción de gobierno del poder monárquico.

Aún así, en la primera mitad del siglo XVIII asistimos a toda una serie de reformas puntuales, pero importantes, que afectan a la política indiana. Sin pretender una enumeración exhaustiva, cabe destacar:

  • Reformas en el Consejo de Indias, purgándolo de desafectos a la causa borbónica y reduciendo el número de sus miembros. El Consejo de Indias, como otros consejos, ve mermada sus facultades con la creación (30/11/1714) de las cuatro secretarías de Despacho Universal –a la cual cabe añadir la intendencia general de hacienda- con el fin de agilizar la toma de decisiones al eliminar su carácter colegiado, entre las cuales estaba la de Marina e Indias. Esta secretaría asumirá las funciones ejecutivas, quedando el Consejo de Indias, hasta su supresión en 1809 (definitivamente en 1834), como un organismo asesor y con funciones judiciales, como tribunal superior de los de Indias. El sistema de secretarías, en lo esencial, se mantuvo hasta principios del siglo XIX, pero registró modificaciones en cuanto a denominaciones y competencias, más en unos primeros momentos de incertidumbres y frecuentes cambios en su dirección. Así, entre 1754 y 1787, se habla de una Secretaría del Despacho Universal de Indias. Con las reformas de Floridablanca en este año se desdoblará en la de Gracia y Justicia de Indias y la de Comercio y Navegación de Indias. Entre 1790 y 1808 no habrá una secretaría privativa para los asuntos americanos.

  • Traslado a Cádiz en 1718 de la Casa de Contratación –y con ella el Consulado de Mercaderes- que desde su creación en 1503 había tenido su sede en Sevilla. Se aduce como principal razón que justifica el traslado la cada vez más difícil navegación por el Guadalquivir de naves de mayor tonelaje y también acabar con el creciente contrabando desde los “antepuertos” de Sanlúcar de Barrameda y Cádiz. Aparte de su traslado, la Casa de Contratación verá reducidos personal y atribuciones a favor de la Intendencia General de Marina, quedando especialmente como un tribunal con competencias en los pleitos sobre el comercio y navegación de Indias. Residirá en Cádiz hasta su extinción en 1790, pues deja de tener sentido tras las medidas liberalizadoras del comercio con América que culminan en 1789, siendo sustituida la Casa de Contratación por los juzgados de arribadas que se constituyen en cada uno de los puertos que podía comerciar con América.

  • La Presidencia de Nueva Granada se transforma en 1717 en virreinato, con el objetivo dotar al territorio de un poder más fuerte para superar las dificultades de la orografía y el peligro de los ataques de potencias extranjeras. Se suprimió en 1723 al considerarlo inviable, pero el valor estratégico de la zona frente a los ataques ingleses obligó a su reinstauración en 1739, convirtiéndose desde entonces Cartagena de Indias como una de las plazas fuertes más importantes de América.

  • En 1728 se crea la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas en un intento –siguiendo pautas de otras potencias- de mejorar el aprovechamiento del comercio de los productos coloniales. Con el decidido apoyo de José Patiño, y con sede en San Sebastián, tenía como objetivo la erradicación de un importante contrabando y, especialmente, el desplazar a los holandeses de su control del comercio del cacao desde Curaçao, al tiempo que revitalizar y rentabilizar una zona que no había reportado nada a la hacienda durante décadas y cuya administración y defensa debían sufragarse desde Nueva España. Anualmente, podían partir dos barcos directamente hasta Caracas desde puertos cántabros y la compañía se comprometía a controlar las costas venezolanas, con patente de corso, y a auxiliar militarmente a la corona cuando se le requiriese. Fue un éxito económico para los accionistas (en una primera fase repartió dividendos de hasta entre el 20 y el 35 % anual), logró rebajar el precio del cacao, se realizaron obras de infraestructura y de mejora en las plantaciones; además, aumentaron los ingresos del fisco, hasta el punto de poder financiar los gastos de administración y defensa y reportar ingresos a la real hacienda. Eso sí, con el coste de enfrentamientos con sectores tradicionales que culminaron con la sublevación de Juan Francisco de León (1749-1752). En una segunda etapa se traslada la sede a Madrid, se aceptan accionistas venezolanos y el que se fije precios mínimos a los productores por una junta teóricamente independiente; pero inversiones desafortunadas y la progresiva liberalización del comercio le llevaron a una situación que forzó su integración en la Real Compañía de Filipinas creada en 1785.

Siguiendo el ejemplo de la Compañía de Caracas, y alentados por el éxito obtenido, se constituyeron otras a las que se ha prestado menor atención. La Real Compañía de La Habana (1740), con similares competencias que la de Caracas: exclusiva comercial, ventajas fiscales y patente de corso; con una actuación limitada a la isla de Cuba. Propició el incremento de la producción de azúcar, pero realmente se enriqueció con el contrabando de tabaco con Inglaterra. Languideció a raíz de las pérdidas sufridas por la ocupación británica de La Habana en 1762. En 1747 se constituyó la Compañía de San Fernando en Sevilla, para comerciar con América, excepto con Cuba y Venezuela. Y en 1755 la Real Compañía de Comercio de Barcelona, para comerciar con Santo Domingo, Puerto Rico y La Margarita. Estas compañías, en conjunto, coparon el 20 % del tráfico legal entre 1730 y 1778, cuando la liberalización del comercio hizo que declinase su importancia.

Aunque las realizaciones puedan parecer modestas, en la primera mitad del siglo se toma conciencia de la necesidad de reformas más profundas que supongan una redefinición de las relaciones entre el poder central y los Reinos de Indias y de su papel económico. Lo podemos ver formulado en distintas obras, como en la de Gerónimo de Uztáriz, Theórica y práctica de Comercio y de Marina (1.ª ed. 1724, 2.ª y ampliada en 1742), un mercantilista que propugnaba la necesidad de mejorar la balanza comercial, para lo que había que reservar los mercados americanos a los productos manufacturados españoles, liberalizar el comercio y potenciar la marina; Bernardo de Ulloa, en la segunda parte de su obra Restablecimiento de las fábricas, tráfico y comercio marítimo de España, aparecida en 1740, lamenta el que el comercio con América beneficie a otras potencias y propone medidas en la línea de las defendidas por Uztáriz, a quien sigue.

También es obligado citar a José del Campillo y Cossío (1692-1743), quien, tras una larga carrera administrativa, es nombrado en 1741 secretario de Estado y del Despacho Universal. Es conocido principalmente por su obra Nuevo sistema de gobierno económico para América, que corrió manuscrita y no se publicó hasta décadas después, en 1789 (aunque es una obra cuya atribución es discutida), conservándose también en la BN un manuscrito interesante: Discurso y reflexiones políticas sobre el estado presente de los reinos del Perú. En sus obras insiste en la necesidad de medidas “liberalizadoras” del comercio que supusiesen una activación de la actividad económica, la reserva del mercado americano para las manufacturas españolas y medidas que podemos considerar revolucionarias como la de conseguir una mayor integración de la población indígena. Pero es consciente de las dificultades de llevar a cabo estas reformas por el lastre de una administración corrupta, por lo que se necesita de un aparato administrativo reforzado, con la introducción de los intendentes En último extremo, el objetivo era conseguir un aumento de la aportación americana al fisco regio.

Especialmente importante, por ser una obra nacida del conocimiento directo de la realidad americana, es la de Jorge Juan y Santacilia y Antonio de Ulloa Noticias secretas de América. Redactada, a petición del marqués de Ensenada, a su regreso de la expedición de La Condamine que les tuvo en América entre 1735 y 1744 –y en un estilo claro y directo que evidencia la formación científica de sus autores-, en ella se analiza el estado de las defensas de la costa del Pacífico y, por otro lado, el de la administración en tan extenso territorio. Su análisis es demoledor, denunciando el mal gobierno, la corrupción generalizada de las autoridades tanto civiles como eclesiásticas y la explotación de la población indígena. Es una situación que se explica porque buena parte de los cargos son ocupados por criollos muy vinculados a los intereses locales y regionales que para ellos prevalecerían sobre los generales de la monarquía.

Podemos concluir que, antes de cruzarse el ecuador de la centuria, en las altas esferas de la administración borbónica se tiene conciencia de las principales barreras que se han de superar en la administración americana, de los objetivos que se deben alcanzar y cuáles son los instrumentos más adecuados para lograrlo; pero llevarlas a cabo será un proceder lento y costoso, plagado de amargos fracasos.

Con la llegada al poder de Carlos III (1759) toma un fuerte impulso la política reformista, más cuando la tardía participación en la Guerra de los Siete Años (1756-1763), tras la firma del Tercer Pacto de Familia (1761), puso en evidencia las debilidades hispanas, puesto que se perdieron plazas tan significativas como La Habana y Manila (devueltas por la Paz de París de 1763 a cambio de La Florida). En palabras escritas por Guillermo Céspedes del Castillo en América Hispánica, “la reforma administrativa de las Provincias de Ultramar, tal como fue concebida y planeada, asombra por lo audaz, drástica y revolucionaria; en términos comparativos, representa el más serio esfuerzo realizado por cualquiera de los imperios europeos del siglo XVIII con objeto de modernizar y hacer efectivo el gobierno se sus colonias”; la diferencia, importante, es que las colonias hispanas multiplicaban en población y extensión las de cualquier otra potencia.

En esta política reformista alcanza un especial protagonismo la figura de José de Gálvez (1720-1787) cuya relación con América se inicia al ser nombrado Visitador del Virreinato de Nueva España (1765), donde tuvo que enfrentarse, por la fuerza de las armas y con una energía que se puede medir por el número de ahorcados, con las revueltas producidas a raíz de la expulsión de los jesuitas, hizo reformas en el terreno económico (como la institución del estanco del tabaco) que reportaron un notable incremento de los ingresos del fisco y fomentó (apoyando a fray Junípero Serra) la colonización de California para frenar la expansión rusa desde Alaska. Estando todavía en América, se reconoció su gestión nombrándolo magistrado togado del Consejo de Indias –del que llegó a ser presidente-; a su vuelta, en 1772 se le concedió el título de marqués de Sonora y, desde 1775, fue Secretario de Estado del Despacho Universal de Indias; desde ese cargo, está detrás del grueso de las reformas que se produjeron desde entonces y hasta su fallecimiento en 1787. A partir de esa fecha, y con la muerte de Carlos III un año después, se frenan las reformas por los “moderados” que ocupan el poder, quizás influidos por el éxito de la independencia de las colonias inglesas en Norteamérica y por el desarrollo de la Revolución Francesa que había llevado a la ejecución de Luis XVI en 1793, sin olvidar que en 1791 se produjo el levantamiento de los esclavos en Haití (colonia francesa) que dio lugar al primer estado independiente en Latinoamérica.

En el ideal de estas reformas, no siempre alcanzado, la administración pública sería competencia del estado y ejercida por sus representantes (eliminando la práctica de venta de cargos y recuperando los enajenados), profesionales nombrados por su competencia demostrada y responsables jerárquicamente, cuya carrera profesional dependería de la eficacia de su gestión. Se imponía la modernización de las técnicas de gestión –contabilidad, archivo…- generando una documentación clara y precisa. Y aunque nos pueda parecer absurdo que fuese necesario, se quiere imponer el principio del cumplimiento de la ley –cuyo desarrollo es cada vez más preciso, en una tarea legislativa importante- en detrimento de prácticas dilatorias sólidamente asentadas que podemos resumir en la locución “obedézcase, pero no se cumpla”.

Céspedes propone una periodización para el reformismo de la segunda mitad del Setecientos:

  • 1763-1775, “etapa de planificación y experimentación a escala reducida”.

  • 1776-1788, período de implantación de las reformas.

  • 1789-1792, años de culminación de las reformas, aunque se agota el impulso que las había animado hasta entonces y se abre una cierta sensación de fracaso.

  • 1793 y siguientes, las reformas apenas se mantienen más que por inercia y se documentan retrocesos significativos en la aplicación de los principios que las inspiraron.

En la cúspide de la administración en América se encuentran los virreyes, con un poder casi omnímodo acrecentado por la distancia. El nombramiento recae en grandes nobles y sólo en contados casos eran de origen americano, pero no escapan a las acusaciones de corrupción. Los virreyes perdieron parte de su poder al potenciarse el de los presidentes de las audiencias y, sobre todo, con la creación de las intendencias y superintendencias. Aparte de otras modificaciones territoriales de distinta entidad, se creó el virreinato del Río de La Plata (1776), reconociendo la importancia económica y estratégica que había alcanzado la zona, al canalizarse por Buenos Aires buena parte de las riquezas del Perú que antes salían por el puerto del Callao.

En un escalón inmediatamente inferior, la reforma de la administración de justicia era una necesidad proclamada repetidas veces. Se crean audiencias en Caracas (1776), Buenos Aires (1785), Cuzco (1787) y Puerto Príncipe (1799). Pero más allá de la creación de nuevas audiencias, que en sí ya diluye el poder de las preexistentes, se impone un control sobre el personal que las forma. Se estima que hacia mediados de siglo las dos terceras partes de sus miembros estaban en manos de criollos y de otros muy vinculados a intereses indianos. Se acaba por ello con la venta de cargos y los nombramientos recaerán en su mayoría sobre peninsulares.

Ahora bien, entre las reformas realizadas en la segunda mitad del Setecientos tiene especial significación la implantación de las intendencias en América. La intendencia es una institución de origen francés que había logrado su plena implantación en tiempos de Luis XIV y que, con la nueva dinastía, se introdujo en España. Se había consultado ya su implantación en América en 1746, pero recibió el informe desfavorable del virrey de Nueva España. Ahora bien, considerando favorable su implantación en la Península, se creó una primera intendencia en La Habana en 1764, una vez que se recuperó del dominio británico y ante las denuncias del visitador Alejandro O’Reilly de falta de eficacia y corrupción. Pronto mostró las bonanzas del sistema, pero su extensión al resto de América se hizo esperar por las resistencias de las autoridades coloniales, pese a propuestas como la realizada por José de Gálvez en su condición de visitador de Nueva España (1765-1772) que apenas consiguió otra cosa que el nombramiento de un intendente interino en Sinaloa y Sonora (1770), con capital en Arizpe, que compartía sus funciones con el gobernador. Ahora bien, cuando éste fue nombrado Secretario de Estado del Despacho Universal de Indias (1775) se impuso definitivamente la figura del intendente. Las primeras intendencias creadas en el continente en 1776 fueron las de Caracas, Luisiana y Sonora; todas ellas en áreas un tanto marginales, pero con su importancia estratégica, y donde no había fuertes oposiciones que dominar: Luisiana y Sonora en Centroamérica y Caracas en Sudamérica (Capitanía General de Venezuela), donde periclitaba el control ejercido hasta entonces `por la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas. Sin embargo, se pretende ir más lejos y en el mismo año se constituye una comisión para elaborar una Ordenanza General de Intendentes. Acabada su redacción en 1782, se empieza por aplicar donde menos resistencias cabía encontrar y, así, se crean nueve intendencias en el recién erigido (1776) virreinato del Río de La Plata; le siguen, en 1784, siete en el virreinato del Perú, una vez sofocada la revuelta de Túpac Amaru que, en parte, se explicaba por las extorsiones cometidas por los corregidores; y el último virreinato donde se crearán intendencias será el de Nueva España: doce en 1786. Pero no se llegaron a crear intendencias en el virreinato de Nueva Granada, pues tras la muerte de Carlos III (1788) pierde fuerza la política de reformas. En total, hasta 43 intendencias, pues a las citadas hay que añadir las de Chile y otras.

El intendente es un cargo unipersonal que recae en personas comprometidas con la política reformista y que, salvo contadas y tardías excepciones, son de origen peninsular. Concentra un amplio abanico de poderes ejecutivos, sin dependencia alguna del Consejo de Indias ni de los virreyes, en el terreno militar, administrativo, judicial y muy especialmente hacendístico, debiéndose preocupar también por el desarrollo económico del territorio bajo su gobierno; en América, además, tienen competencias en el terreno eclesiástico, pues deben velar por el Regio Patronato. Surgieron así problemas de competencias con las autoridades tradicionales, civiles y eclesiásticas. Las principales víctimas del sistema de intendencias fueron gobernaciones, corregimientos y alcaldías mayores, pero los conflictos se dieron también con virreyes, audiencias, cabildos y obispos.

El intendente es el cargo que cobra un especial protagonismo como eje de las reformas, pero en estrecha relación con él están los superintendentes y los subdelegados. Los superintendentes, considerados delegados de la Superintendencia General de Hacienda, son tres, residiendo cada uno de ellos en las respectivas capitales de los virreinatos. Eran los cargos que asumían todas las competencias hacendísticas y de gestión económica que hasta entonces eran ejercidas por los virreyes. No nos debe extrañar, por ello, que los superintendentes sean suprimidos en 1787 cuando la política reformista pierda fuerza y los virreyes recuperen parte del poder perdido, sobre todo en el terreno hacendístico.

El número de subdelegados es mucho mayor, sin que podamos dar una cifra, más cuando varió constantemente. Son imprescindibles por la necesidad de controlar la gran extensión de las intendencias americanas, lo que escapaba a las posibilidades de cada uno de los intendentes a quienes estaban directamente subordinados. En cierto modo ellos son los que desplazan realmente a los corregidores (salvo en la capital de cada intendencia), pero el problema es que eran muchos y no había suficientes candidatos preparados para ocupar todos los cargos ni dinero para pagar salarios suficientes que evitasen que cayesen en los vicios anteriores que se querían erradicar, sobre todo en áreas de escasos recursos. Para algunos autores, los subdelegados fueron el punto débil del sistema, pues hubo que nombrar como tales a antiguos corregidores y alcaldes mayores, miembros de la administración que se quería reformar.

Así, vemos que el sistema de intendencias perdurará hasta el fin de la época colonial, pero perdiendo su original vigor e incluso pervirtiendo uno de sus fundamentos: el de la carrera profesional por mérito (en tiempos de Carlos IV se nombran algunos en recompensa de servicios o puro favoritismo). Logra notables éxitos, aparte del más inmediato y mensurable de un aumento de la recaudación de la hacienda real, aunque la oposición de las oligarquías criollas y la tradicional burocracia indiana no dieron tiempo a consolidar una administración moderna y eficaz, además de alimentar la oposición entre intereses coloniales y metropolitanos representados por criollos y gachupines.

Hubo otras reformas de distinta entidad en cuyo detalle no podemos entrar, algunas impuestas por las modificaciones territoriales del dominio español en América, otras porque determinadas áreas adquirieron especial importancia estratégica. Tengamos en cuenta que Luisiana sólo fue española entre 1763 y 1801, mientras que Florida perteneció a Gran Bretaña entre 1763 y 1783; aparte hay modificaciones en el Río de La Plata en relación con las alternativas con Portugal en torno a la colonia de Sacramento, y en 1776 se crea la gobernación de Las Malvinas por el creciente interés que muestran por las islas otras potencias. Pero hay dos que merecen una particular atención:

  • La constitución de la Capitanía General de Venezuela, coincidiendo aproximadamente con los límites de la actual República Bolivariana de Venezuela. Era una zona un tanto marginal y de débil ocupación que hace que esté muy expuesta a la acción de otras potencias, sobre todo cuando se consolidan enclaves británicos, franceses, holandeses e incluso daneses en las islas del Caribe, con repetidos intentos de establecer asentamientos en tierra firme que llevan a que, en su franja oriental, se constituyan La Guayana Inglesa y Surinam (que lograron su independencia en la segunda mitad del siglo XX) y la Guayana Francesa, que sigue siendo un Departamento de Ultramar francés y tiene la consideración de Región Ultraperiférica de la UE. El territorio pertenecía a la Real Audiencia de Santo Domingo hasta que es transferido al recién creado virreinato de Nueva Granada en 1717. En 1732 se puede entender que se constituye implícitamente la Capitanía General, y en 1742 se independiza expresamente del virreinato de Nueva Granada, pasando a depender directamente del gobierno central, comprendiendo las comandancias de Caracas, Cartagena y Portobelo. Hay posteriores reformas de menor entidad y una ampliación en 1777, creándose un año antes la intendencia de Caracas.

  • Por Real cédula de 22 de agosto de 1776, llevando a cabo una propuesta realizada por José de Gálvez ocho años antes, se crea la Comandancia General de las Provincias Internas que abarcaba la parte septentrional de las colonias españolas, al N del virreinato de Nueva España, entre el Atlántico y el Pacífico, y con capital en Arizpe y después en Chihuahua. Las prerrogativas de su comandante eran similares a las del virrey, aunque no su prestigio social, dependiendo directamente del gobierno central. Ahora bien, con la moderación de las reformas tras la muerte de Gálvez, pasó a estar supeditado al virrey de forma intermitente. La decisión de crear esta comandancia tiene un carácter estratégico, con el fin de mantener segura la frontera septentrional del Virreinato de Nueva España del ataque de grupos indígenas nómadas o seminómadas –apaches, comanches, pawnees…- que realizaban frecuentes incursiones, y de las potencias extranjeras (Francia, Reino Unido y Rusia), a las que habría que añadir a los USA desde su independencia. Para lograr el objetivo, aparte de la vertiente puramente militar, se debía organizar el territorio y fomentar la colonización. El problema principal era la vastedad del territorio, se conjugaban presidios y patrullas volantes, pero se calcula que en 1786 no había más que 3.200 soldados.

Todas las reformas que hemos citado dejan su impronta sobre el territorio, modificando el mapa heredado de la época de los Austrias. En conjunto, en su configuración podemos ver la pervivencia de realidades anteriores y una adaptación progresiva y paralela a la implantación del dominio español, con todos sus condicionantes geográficos, económicos e históricos. Y esas estructuras tendrán una incidencia decisiva en la articulación de los nuevos estados nacidos de la independencia. En palabras de Simón Bolívar a Antonio José de Sucre (1825), quizás resignado ante la inviabilidad de propuestas integradoras demasiado ambiciosas, “esta base es que los gobiernos republicanos se fundan entre los límites de los antiguos virreinatos. Capitanías generales, o presidencias”.

Texto de Primitivo Pla Alberola, profesor de Historia de América de la Universidad de Alicante.