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Tema 5.2. Sociedad

Introducción

Tras la conquista y colonización del Nuevo Mundo, América se convirtió en el único lugar de la Tierra en el que vivían personas de 3 razas distintas: nativos de remoto origen asiático, blancos europeos y negros africanos. Además, en ella proliferaron los cruces entre las etnias, generando combinaciones como los mestizos, los mulatos o los zambos. Desde un primer momento, el color de la piel se relacionó con la condición social. Ser blanco significaba pertenecer a la clase dominante. Ser negro equivalía a ser esclavo. Y ser indio suponía estar a las órdenes de los blancos, pero por encima de los negros. Y las relaciones sociales se hicieron más complejas con la aparición del mestizaje.

La estratificación social

La sociedad americana fue diseñada desde el principio como bipolar, con un grupo dominante de peninsulares y otro dominado de indígenas. Los blancos se apoderaron de las tierras de los indios, fundaron sus ciudades y vivieron en ellas, dejando a los indígenas en el hábitat rural. El vacío demográfico y la defensa de los derechos indígenas llevaron a los castellanos a importar esclavos negros. Poco a poco fue extendiéndose el mestizaje, formándose una sociedad de diversos grupos étnicos y de mezclas interétnicas, en la que la posición dependía del grado de pigmentación de la piel.

Los conquistadores y sus hijos, la nobleza indígena, los altos funcionarios y el alto clero formaron la aristocracia indiana. La nobleza indígena perteneció a este grupo porque fue utilizada por los castellanos para que mantuviesen el nuevo orden establecido en sus comunidades.

Los españoles y los portugueses (criollos incluidos) controlaban los altos cargos de la administración y la mayor parte de la burocracia; poseían las riquezas del terreno (tierras y minas) y monopolizaban el comercio y el ejército.

Los mestizos eran un estrato apolítico que tenía acceso a la propiedad media de bienes o vivía en la pobreza, y se ocupaba de las actividades agrícolas (granjeros independientes), militares (mandos subalternos) y comerciales (minoristas); también eran jornaleros y artesanos.

Los indios eran grupos apolíticos o enemigos potenciales del régimen, eran pobres y, o bien formaban la mano de obra asalariada, o bien formaban el conjunto de “vagos” y desocupados de las ciudades.

Peninsulares y criollos

Los peninsulares y los criollos fueron los integrantes del grupo blanco, al que se añadían algunos sectores minoritarios de los cruces interétnicos, originados mediante matrimonios religiosos de los padres o de legalizaciones de la ilegitimidad. Su aumento fue vertiginoso y no solo por la emigración, sino también por el crecimiento vegetativo.

Los blancos asentaron su dominio en América en elementos como la vida urbana, el control administrativo, la posesión de los bienes (tierras, minas y comercio), el usufructo de la mano de obra indígena y la familia extensa patriarcal. Salvo la alta administración y el comercio al por mayor, todo fue revirtiendo hacia sus herederos naturales, los criollos, que asumieron el protagonismo de sus antecesores en el siglo XVII.

El régimen de vida urbano fue la característica más destacada de los blancos, en oposición a la vida rural de los indígenas. Las ciudades indianas fueron creadas en los tiempos de la conquista y, generalmente, aprovechando las posibilidades defensivas de las montañas y los ríos. La tipología de la ciudad hispanoamericana fue la de damero, en cuyo centro estaba siempre la plaza mayor, con los edificios que simbolizaban el poder: la casa del gobernador o el virrey, la del cabildo, la de la Justicia o la Audiencia, y la de la autoridad eclesiástica (párroco, obispo o arzobispo). Desde dicha plaza se trazaban calles paralelas y perpendiculares, que configuraban las cuadras o manzanas, donde se distribuían las casas de los vecinos, con arreglo a sus méritos. Las más próximas a la plaza pertenecían a las personas con mayor prestigio social; en la periferia se instalaban los más humildes y más allá, los indios urbanizados.

La vida en las ciudades americanas trataba de reproducir la de las peninsulares. Se vestía a la usanza europea, se mantenían los patrones de conducta españoles (y portugueses) y la dieta estaba hispanizada (no faltaban el pan, el vino y el aceite de oliva, pese a que no era fácil conseguir estos productos). La misa dominical de las 12 reunía a toda la población y allí, en la iglesia y su entorno, la población hacía ostentación de su nivel económico y su autoridad, comentaba las noticias relacionadas con la metrópoli o con la vida local, hacía negocios, concertaba matrimonios o, incluso, se organizaban pequeños complots políticos. El crecimiento de las ciudades propició la distribución de los fieles en parroquias y motivó la creación de múltiples conventos, con lo que las iglesias principales fueron perdiendo su carácter cohesivo. Por contra, se desarrolló la vida de barrio. Aparte de las iglesias había otros lugares de reunión muy concurridos, como las sacristías, las pulquerías (tabernas), los garitos clandestinos de juego y los prostíbulos.

La familia fue la institución social más representativa de los peninsulares y de los criollos. Su modelo fue la gran familia nobiliaria peninsular: patriarcal, basada en el matrimonio conyugal eclesiástico (aunque fuese por conveniencia) y con un gran número de componentes de sangre y de servicio.

El gobierno de la casa correspondía a las madres (españolas o criollas), que eran quienes distribuían las funciones, instruían a las sirvientas, amonestaban a los hijos, organizaban las compras y las comidas, enseñaban a hablar correctamente a los hijos y sirvientes (y a veces también a leer y a escribir), vigilaban la moral y establecían las pautas de vestimenta, entre otras muchas tareas.

El número de componentes de una familia solía ser grande, ya que muchos hijos legítimos vivían en el hogar familiar hasta edades muy tardías, a causa de la imposibilidad de dividir el patrimonio, que se reservaba al primogénito (por la institución del mayorazgo). Esto motivaba matrimonios muy tardíos en los varones. Las mujeres, en cambio, solían casarse muy jóvenes o eran enviadas a un convento, sobre todo, si pertenecían a familias con menos recursos económicos, pues la dote religiosa era considerablemente inferior a la de las nupcias. También vivían en el hogar los hijos ilegítimos, bien del padre, bien de los propios hijos, y todos ellos bajo la tutela de la madre y señora.

Las familias criollas mantenían múltiples vínculos de parentesco, practicando la endogamia local. Solían tutelar a las familias de los campesinos y trabajadores de las fincas y haciendas patrimoniales mediante el sistema de compradrazgo (el señor era invitado a apadrinar en el bautismo al recién nacido del campesino), lo que generaba el compromiso tutelar y la dependencia del futuro trabajador.

El mayorazgo (herencia de todo para el primogénito) fue esencial para el sostenimiento de la institución familiar criolla. Comenzó a practicarse en las Indias a mediados del siglo XVI y proliferó en el XVII. Gracias al citado mayorazgo y a las dotes nupciales, los criollos fueron acumulando riquezas, de generación en generación, y se convirtieron en grandes propietarios, que quisieron competir con los peninsulares que llegaban a aquellas tierras para ocuparse del gobierno o de la justicia. Lograron sus primeros éxitos en el ámbito de los cargos eclesiásticos (obispados) y la venta de oficios les permitió entrar en la administración civil (compraron especialmente cargos relacionados con la Hacienda y con el gobierno local). El último paso fue el acceso a la nobleza. Este ideal soñado por los emigrantes que llegaron al Nuevo Mundo fue hecho realidad por muchos de sus descendientes. En el siglo XVII, los criollos pudieron comprar títulos nobiliarios y hábitos de las órdenes militares. La Corona consiguió así muchos ingresos y los criollos terminaron el Seiscientos dominando la economía, instalados en la administración e, incluso, ennoblecidos.

De cualquier forma, no todos los criollos fueron adinerados. Muchos tuvieron escasos recursos, pero su condición de descendientes de españoles les permitió ser artesanos en las ciudades, mayordomos y capataces en las haciendas o mineros independientes. Tampoco fueron raros los criollos que acudieron a las autoridades para ser declarados “pobres de solemnidad”, un estatus que se conseguía demostrando su origen español y que llevaban una vida honesta, y que les proporcionaba ciertos privilegios fiscales.

Los indios hispanizados

La vida de los indios que sobrevivieron a la conquista y a la colonización hispánica cambió por completo. Se vieron obligados a trabajar para los españoles, a abandonar -al menos en apariencia- todas sus costumbres ancestrales contrarias a la moral católica, a vivir concentrados en pueblos, a utilizar una indumentaria de corte más o menos europeo, a cambiar su concepción sobre la autoridad, a trabajar con instrumentos de hierro, a tener animales domésticos, a cultivar especies europeas, a manejar dinero (con el que habían de pagar sus tributos) y a conocer las ciudades en las que vivían sus encomenderos. Aun así, los indios siguieron manteniendo muchas de sus antiguas costumbres, como el consumo de maíz o el uso de sus sistemas tradicionales de cultivo.

Los cambios llegaron de forma más o menos rápida o intensa, según las zonas, en función de su grado de integración en el nuevo mundo colonial. Por ejemplo, en el Caribe apenas quedó rastro de los patrones sociales amerindios. En cambio, en los territorios de las altas culturas, estos sí persistieron.

La Corona reguló la situación de los indígenas de una forma paternalista y como si nada hubiese pasado. En muchos lugares, les mantuvo los privilegios y las tierras, que trabajaron en régimen de usufructo, ya que pasaron a pertenecer a la Corona.

Los nobles perdieron su condición, pero fueron equiparados a los españoles, pudiendo llevar armas, montar a caballo, utilizar el título de don y gozar de exenciones tributarias.

En los pueblos de indios se introdujo la institución del Cabildo, cuyos miembros eran todos indígenas, aunque bajo la vigilancia del cura y del corregidor españoles. También se respetaron sus tributos y repartos de mita.

Para evadir los tributos y las obligaciones de servicio, un buen número de indios en edad laboral se fugaban de sus comunidades y se instalaban en otras, como “forasteros”, donde no eran contabilizados a efectos fiscales, o se empleaban como jornaleros en las haciendas, donde sus propietarios les escondían para servirse de su trabajo. Muchos también emigraban a las ciudades, estableciéndose en cercados o barrios periféricos, donde formaron un proletariado urbano.

Desde mediados del siglo XVII, la mayor parte de los indios contabilizados por los españoles (no los de las zonas marginales) estaban ya hispanizados, constituían mano de obra asalariada y llevaban una vida miserable y desarraigada, ya que ni se integraban en la nueva sociedad hispana, ni deseaban tampoco volver a la vieja comunidad que habían abandonado ellos o sus antecesores.

Negros y castas

El colectivo negro fue el que tuvo un mayor crecimiento en América a causa de la trata esclavista. Sus integrantes trabajaban en los campos, las minas o la construcción. Aparentemente, constituían un sector homogéneo de la población, pero se dividían en esclavos (cuyo único derecho era el de poder vivir) y libres (que habían conseguido tal estatus gracias a su esfuerzo o el de sus antecesores).

Según su nacimiento en África o en América, los esclavos podían ser bozales o criollos, respectivamente. Estos últimos hablaban castellano, estaban adaptados al ambiente y dominaban los oficios que les encargaban. Entre los bozales había distintos grupos, según sus procedencias.

Los esclavos podían ser domésticos o trabajadores del campo y las minas. Los domésticos formaban un grupo privilegiado, ya que trabajaban en los hogares como criados, cocineros, lavanderas, nodrizas o sirvientas. También fueron muy cotizadas las cualidades curativas de las negras (curanderas y parteras) o sus dotes adivinatorias.

Los esclavos fueron muy abundantes en las ciudades, ya que su presencia servía para realzar la calidad de la casa de los señores.

En general, les era más fácil conseguir el dinero para comprar su libertad, la llamada carta de ahorría, a los del campo y las minas. Estos realizaban trabajos más pesados, pero mantenían cierta cohesión por trabajar en cuadrillas y sin estar integrados en la forma de vida de los blancos.

Aunque todos eran teóricamente cristianos (eran bautizados antes de embarcar para América), podían seguir en los campos con sus creencias, que a menudo derivaron hacia sincretismos religiosos, como la identificación de sus dioses con la Virgen o los santos cristianos. Además, el Vudú o la Santería fueron fórmulas religiosas que persistieron en las plantaciones.

Muchos esclavos siguieron utilizando, en secreto, sus idiomas, algunos de cuyos vocablos pasaron a los blancos a través de sus nodrizas y sirvientas. También conservaron su folklore.

La posibilidad de escapar de la condición de esclavo o de salir de ella era casi utópica. Los dueños más generosos les podían dar en usufructo alguna parcela, que podían cultivar después de su trabajo diario; no obstante, era muy complicado reunir lo suficiente como para comprar la libertad. Más frecuentes eran las manumisiones de los amos, en reconocimiento de servicios valiosos, o por remordimiento a la explotación.

Las miserables condiciones de vida y la dificultad para conseguir legalmente la libertad llevaron a algunos alzamientos, que fueron duramente reprimidos por españoles y portugueses, y también al cimarronaje. Los esclavos huidos de las haciendas o de las minas solían internarse en el monte, donde vivían libremente asociados en los denominados Palenques (Quilombos en Brasil). Allí llevaban las mujeres que lograban raptar y configuraban una especie de repúblicas independientes, en las que elegían a sus autoridades. Desde los Palenques bajaban a las haciendas para desvalijarlas, o robaban a los viajeros que transitaban por caminos rurales. Las autoridades persiguieron tenazmente los Palenques, pero no pudieron dominarlos.

También en el mundo negro apareció pronto el mestizaje, que originó la población mulata (hijos de varón blanco y esclava negra) y las castas. Las esclavas fueron mucho menos numerosas y fueron muy valoradas por los blancos como compañeras sexuales, aunque raramente llegaron a casarse con ellas.

En cuanto a las castas, eran productos de cruces interétnicos, a menudo múltiples. La Corona trató de evitar la mezcla de indios y negros, y prohibió que los libertos viviesen en poblaciones indígenas, pero fue inútil, ya que las posibilidades de los negros libres para encontrar pareja fueron muy limitadas, por el escaso número de negras. No podían aspirar a una blanca, y casi tampoco a una mulata, lo que prácticamente les obligó a buscar mujeres entre las indias y las mestizas. Así surgieron los zambos (descendientes de personas negras e indias), que siguieron cruzándose ininterrumpidamente.

Las castas fueron consideradas la escala más baja de la jerarquía social, elevando incluso el estatus del negro y del mulato, sobre todo si estos eran libres.