Profunda era la religiosidad de Felipe II, como profundas eran también sus desafortunadas divergencias con la Santa Sede. Y es que cada Papa con que se relacionó el monarca español tenía similar consideración sobre la religiosidad de Felipe II: utilizarla por los intereses políticos de extensión de su poder. Por ello, John Lynch dice en La España de Felipe II (pág. 131) que “El protestantismo poco tenía que temer de la cooperación entre España y Roma”.
El absolutismo de Felipe II le llevó a concentrar en su Corona tanto el poder político como el religioso, por lo que se fue atribuyendo facultades que tradicionalmente habían correspondido a la Iglesia y las ponía al servicio de su política. Así, el rey español -sin cuestionar su religiosidad- parece que aprovechó su condición de soberano católico.
Sobre la Inquisición se venía a considerar que, aunque autorizada por el Papa, podía desempeñar su labor en el país según lo creyera conveniente, independientemente del Papado. Asimismo, las bulas papales no se aplicaban a España si no se ajustaban a las ideas de la Corona. Ante rebeldías como éstas, el Papa amenazaba, entre otras cosas, con la excomunión, sobre la que no se consideraba su validez en España. No obstante esa indiferencia, el apoyo económico y militar que ofrecía el Papado a España, así como el dilema que vivía el clero español, hizo que Felipe II no llevara al extremo su oposición y su voluntad de independencia con la Santa Sede.
Fueron muchos los enfrentamientos de Felipe II con los diversos Papas que se sucedieron durante su reinado. Así, entre otras situaciones, podemos señalar la clara oposición en el caso Carranza, que manifestó la primacía del Papado sobre la Inquisición española; también la divergencia de actitud sobre las revueltas en los Países Bajos con Pío V, o con Gregorio XIII sobre la excomunión a Isabel I de Inglaterra; con Sixto V tuvo Felipe II, como curiosidad, disputas por cuestiones protocolarias en torno a la Armada Invencible; un gran enfrentamiento se produjo con el tema de la sucesión al trono de Francia ante el “hereje” Enrique de Navarra, válido para el trono según Sixto V -y luego según Clemente VIII– pero no para Felipe II, que aspiraba a tal poder. (Para ampliar estas ideas véase el apartado “Felipe II y el papado” dentro del capítulo “3. España y la Contrarreforma” de la obra citada arriba.
Y es que para nuestro autor, y por acabar con palabras suyas:
“Felipe II creía tener derecho a decir al papa qué era lo mejor para la Iglesia y, por su parte, el pontífice consideraba que el monarca español confundía los intereses españoles”. (Op. cit., págs. 144-5).