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Los jesuitas en la Contrarreforma

El jesuita Mariana y el tiranicidio

Juan de Mariana (es.wikipedia.org)

La obra más destacada del jesuita Juan de Mariana es De rege et regis institutione, especialmente por lo que se refiere a su “defensa” del tiranicidio. Si tenemos en cuenta el contexto de la citada obra (el asesinato anterior de Enrique III de Francia por el clérigo Jacobo Clemente y el posterior de Ravaillac a Enrique IV de Francia) no será difícil imaginar el revuelo que causó.

Mariana consideraba que el poder del gobernante provenía del pueblo mismo, que se lo había otorgado dadas las hostilidades surgidas en la sociedad especialmente con motivo de la propiedad privada, por lo que aquél debía encargarse de garantizar un cierto igualitarismo para mantener la paz social. El pueblo, por su parte, tenía que obedecerle, a no ser que tal autoridad actuara como un tirano, gobernando injustamente y abusando de su fuerza contra los ciudadanos.

El príncipe ilegítimo sería aquel que subía al trono mediante la fuerza, mientras que el legítimo lo era por derecho (hereditariamente). En el primer caso sería legítimo el tiranicidio por parte de cualquier ciudadano ante el mal comportamiento del príncipe. En el segundo caso explica Marcial Solana, refiriéndose a las tesis de Mariana, que, siendo el príncipe tirano:

“deben tolerarse sus vicios mientras no desprecie públicamente las leyes de la honestidad y la justicia: pues los males que se siguen a la sociedad de variar fácilmente de príncipe son muy grandes. Mas si el Rey atropella la república, roba las fortunas, desprecia las leyes y hasta la religión, entonces no se debe tolerar más” (J. L. Abellán, Historia crítica del pensamiento español, Espasa-Calpe, Madrid, 1979, vol. II, págs. 585-6).

Entonces, en el segundo caso, la comunidad tendría más relevancia por cuanto en consenso le daría la posibilidad al príncipe de corregir su actitud, y, en caso de negativa por su parte, habría que usar las armas, desencadenándose una guerra. Cabe señalar que, en caso de que los ciudadanos no pudieran tratar de la tiranía en cuestión por las restricciones impuestas, las ideas de Mariana vendrían a considerar legítimo el tiranicidio por parte de cualquier individuo, ya que su actuación respondería al consenso (aunque tácito) de toda la sociedad.

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Relación Iglesia-Estado

Características del príncipe cristiano

Por influencia de Maquiavelo, pasó a considerarse necesario, en el pensamiento político moderno español, el desarrollo de una técnica para desempeñar el gobierno y no limitarse el dirigente a ser una mera figura ejemplar para el pueblo en la ingenua espera de la imitación de sus virtudes.

Los pensadores políticos contrarreformistas aceptaron la consideración maquiavélica pesimista sobre la bondad del hombre, pero, frente a la licitud de la maldad del príncipe sobre sus súbditos para dominarlos, consideraron la idea maquiavélica de una técnica política, eso sí, ejecutada por un príncipe con las virtudes cristianas. Esa convivencia de ámbitos, el religioso y el político, en el príncipe es la que llevaría a Saavedra Fajardo a añadirle a esta figura el apelativo de “político-cristiano”.

El citado tratadista político expresa sobre la buena formación del príncipe que “es más necesaria en los príncipes que en los demás, porque son instrumentos de la felicidad política y de la salud pública. En los demás es perjudicial a cada uno o a pocos la mala educación; en el príncipe, a él y a todos, porque a unos ofende con ella, y a otros con su ejemplo” (J. L. Abellán, Historia crítica del pensamiento español, vol. III, Espasa-Calpe, Madrid, 1981, pág. 80). Idea similar vimos al tratar la posición del jesuita Suárez en “La ‘razón de estado’ o la ‘ratio religionis’: la dicotomía de un príncipe”.

La virtud fundamental del príncipe sería, según Fajardo, la prudencia, aplicada tanto a lo moral como a lo político, y para la adquisición de ella y su aplicación en el gobierno tendría gran importancia la Historia, por cuanto su conocimiento permitiría analizar las actitudes políticas según sus consecuencias y determinar así el modelo ideal. Por ello dice el historiador Maravall que:

“Estudiar el pasado, disponer del presente y prevenir el futuro son tres partes íntimamente ligadas del arte político por excelencia, y de ellas, las dos últimas penden en gran medida de la primera, de la noticia y ejemplo de lo pasado” (J. L. Abellán, op. cit., pág. 69).

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Los jesuitas en la Contrarreforma Relación Iglesia-Estado

La “razón de estado” o la “ratio religionis”: la dicotomía de un príncipe

Las ideas de Maquiavelo sobre la forma en que el poder político debía llevarse a cabo, así como el papel de la religión en el Estado, contribuyeron a la reflexión sobre tales cuestiones en los pensadores contrarreformistas.

Nicolás Maquiavelo (es.wikipedia.org)Al ser humano le caracterizaba, según la concepción maquiavélica, su egoísmo. Es, para promocionar la armonía y unidad colectivas en detrimento de los intereses individuales, donde tendría su principal razón de ser el Estado. Las medidas tomadas por él responderían a la “razón de estado“, esto es, los recursos (generalmente basados en la fuerza) utilizados para mantener el poder del Estado y conseguir la estabilidad social.

Tales medios serían susceptibles de contrariar la moral católica -entre las maneras de conseguir la unión social se encontraba la posibilidad de desarrollar una guerra hacia un enemigo exterior-. Y es que el fin de Maquiavelo podríamos entenderlo como la convivencia armónica del Estado bajo el poder de su príncipe (sin importar los medios utilizados para ello), mientras que el ideario contrarreformista tendría fines distintos, como más abajo trataremos.

Maquiavelo se basaba en el “naturalismo político”, esto es, el talante práctico que atribuye a la política, el cual implicaría resultados inminentes y visibles, por oposición a lo teórico de lo religioso. Teniendo esto en cuenta, así como los objetivos de la política maquiavélica antes esbozados, se entenderá la separación Iglesia-Estado, o, en cualquier caso, la disposición de la religión al servicio de la política (religión como instrumentum regni) en tanto que elemento de cohesión, idea esta última que tomarán los protestantes.

Y es que, según Giuliano Procacci, Maquiavelo valora la religión -no una en concreto, sino el concepto de la misma- en su obra más conocida, El Príncipe, por su “función de vínculo social y de cohesionante político”; la “religio”, siguiendo con las palabras de Procacci, “no sólo liga a los hombres a Dios o a los dioses, sino que, sobre todo, liga a los hombres entre sí, instituye y consolida un sistema de costumbres y de valores en los que una colectividad se reconoce y se identifica” (Introducción de N. Maquiavelo, El Príncipe (Comentado por Napoleón Bonaparte), Madrid, Colección Austral, 1998, p. 26).

El jesuita Suárez, cuyo pensamiento ya hemos tratado brevemente en la entrada anterior, concedía gran importancia a la moral del gobernante, dado que ésta debía orientarse al fin último del ser humano: la vida eterna en Dios, de acuerdo con la “ratio religionis“. Y es que consideraba que cuanto el dirigente político hiciera (y, por ende, la moral que de ello se derivase) repercutiría en sus súbditos, a quienes dirige. Es ello uno de los motivos por los que el jesuita hablaba de la necesidad de la sumisión del poder temporal al espiritual. Es más, esta línea de pensamiento consideraba, según las palabras de un estudio de Molina Meliá, que “los príncipes necesitan de los sacerdotes más que los simples fieles” puesto que sus pecados serían “más perniciosos, pues inducen a los súbditos a seguir su ejemplo, o les obligan a ello con beneficios, promesas o amenazas” (A. Molina Meliá, Iglesia y Estado en el Siglo de Oro español: El pensamiento de Francisco Suárez, Universidad de Valencia, 1977, p. 164).  De hecho, los dirigentes “no sólo están sometidos en cuanto cristianos, sino también en cuanto reyes o gobernantes”, pues -añade- el “quehacer político, en cuanto relacionado con la moral o el dogma, está también sometido a la alta dirección de la Iglesia” (Antonio Molina Meliá, op. cit., pág. 165).

Se trata, en definitiva, de sendas formas de entender el ejercicio de la política atendiendo a fines distintos.