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Los jesuitas en la Contrarreforma Relación Iglesia-Estado

La “razón de estado” o la “ratio religionis”: la dicotomía de un príncipe

Las ideas de Maquiavelo sobre la forma en que el poder político debía llevarse a cabo, así como el papel de la religión en el Estado, contribuyeron a la reflexión sobre tales cuestiones en los pensadores contrarreformistas.

Nicolás Maquiavelo (es.wikipedia.org)Al ser humano le caracterizaba, según la concepción maquiavélica, su egoísmo. Es, para promocionar la armonía y unidad colectivas en detrimento de los intereses individuales, donde tendría su principal razón de ser el Estado. Las medidas tomadas por él responderían a la “razón de estado“, esto es, los recursos (generalmente basados en la fuerza) utilizados para mantener el poder del Estado y conseguir la estabilidad social.

Tales medios serían susceptibles de contrariar la moral católica -entre las maneras de conseguir la unión social se encontraba la posibilidad de desarrollar una guerra hacia un enemigo exterior-. Y es que el fin de Maquiavelo podríamos entenderlo como la convivencia armónica del Estado bajo el poder de su príncipe (sin importar los medios utilizados para ello), mientras que el ideario contrarreformista tendría fines distintos, como más abajo trataremos.

Maquiavelo se basaba en el “naturalismo político”, esto es, el talante práctico que atribuye a la política, el cual implicaría resultados inminentes y visibles, por oposición a lo teórico de lo religioso. Teniendo esto en cuenta, así como los objetivos de la política maquiavélica antes esbozados, se entenderá la separación Iglesia-Estado, o, en cualquier caso, la disposición de la religión al servicio de la política (religión como instrumentum regni) en tanto que elemento de cohesión, idea esta última que tomarán los protestantes.

Y es que, según Giuliano Procacci, Maquiavelo valora la religión -no una en concreto, sino el concepto de la misma- en su obra más conocida, El Príncipe, por su “función de vínculo social y de cohesionante político”; la “religio”, siguiendo con las palabras de Procacci, “no sólo liga a los hombres a Dios o a los dioses, sino que, sobre todo, liga a los hombres entre sí, instituye y consolida un sistema de costumbres y de valores en los que una colectividad se reconoce y se identifica” (Introducción de N. Maquiavelo, El Príncipe (Comentado por Napoleón Bonaparte), Madrid, Colección Austral, 1998, p. 26).

El jesuita Suárez, cuyo pensamiento ya hemos tratado brevemente en la entrada anterior, concedía gran importancia a la moral del gobernante, dado que ésta debía orientarse al fin último del ser humano: la vida eterna en Dios, de acuerdo con la “ratio religionis“. Y es que consideraba que cuanto el dirigente político hiciera (y, por ende, la moral que de ello se derivase) repercutiría en sus súbditos, a quienes dirige. Es ello uno de los motivos por los que el jesuita hablaba de la necesidad de la sumisión del poder temporal al espiritual. Es más, esta línea de pensamiento consideraba, según las palabras de un estudio de Molina Meliá, que “los príncipes necesitan de los sacerdotes más que los simples fieles” puesto que sus pecados serían “más perniciosos, pues inducen a los súbditos a seguir su ejemplo, o les obligan a ello con beneficios, promesas o amenazas” (A. Molina Meliá, Iglesia y Estado en el Siglo de Oro español: El pensamiento de Francisco Suárez, Universidad de Valencia, 1977, p. 164).  De hecho, los dirigentes “no sólo están sometidos en cuanto cristianos, sino también en cuanto reyes o gobernantes”, pues -añade- el “quehacer político, en cuanto relacionado con la moral o el dogma, está también sometido a la alta dirección de la Iglesia” (Antonio Molina Meliá, op. cit., pág. 165).

Se trata, en definitiva, de sendas formas de entender el ejercicio de la política atendiendo a fines distintos.