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Relación Iglesia-Estado

La política de la “segunda Contrarreforma”

La expresión “segunda Contrarreforma” hace referencia a la profundización en el ámbito político sobre la base de la mentalidad contrarreformista y contextualizada en el surgimiento del Estado moderno. Respecto a esto último, cabe señalar que supuso una adecuación a los nuevos tiempos, necesaria tras evidenciarse el fracaso de la idea imperial de Carlos V.

En este caso, el español, hubo un matiz distinto y remarcable con respecto al resto de Europa, y es la potestad indirecta de la Iglesia católica, la cual implicaría la separación de ésta con el poder político, pero su primacía en caso de conflicto atendiendo a su objetivo último -la vida eterna en Dios-, superior cuantitativa y cualitativamente a los objetivos políticos. Planteamiento contrapuesto a las ideas contenidas en El Príncipe de Maquiavelo, las cuales se fueron extendiendo por Europa y supusieron el motivo principal de esa reflexión política que implicó la ya citada “segunda Contrarreforma”.

Los tratadistas españoles propusieron, frente a la “razón de estado” maquiavélica, la posibilidad de armonizar fe y razón, lo que dio como resultado una vasta creación de literatura política con fines pedagógicos. En ella destaca el emblema, esto es, “una figura de carácter simbólico con que se suele encabezar un escrito” y que “tiene el carácter de aviso o advertencia respecto a la conducta que debemos seguir en un caso determinado” (J. L. Abellán, Historia crítica del pensamiento español, vol. III, Espasa-Calpe, Madrid, 1981, pág. 64). De ahí buena parte de la importancia del arte -sobre todo del barroco- en la Contrarreforma, cuya eficacia radica en la representación de casos concretos y cotidianos, los cuales apelan fácilmente al espectador. Estos emblemas respondían a “la necesidad de impresionar el ánimo del lector y captar su voluntad por medio de una seducción de los sentidos […] con recursos que llamen vivamente su atención y le impresionen” (J. L. Abellán, op. cit., pág. 63).

Pedro de Rivadeneyra (es.wikipedia.org)El jesuita Pedro de Rivadeneyra fue uno de los mejores ejemplos de esta literatura y, en relación a ella, cabe destacar su obra (y explícito título que resume el origen de la “segunda Contrarreforma”) Tratado de la religión y virtudes que debe tener El Príncipe Cristiano para gobernar y conservar sus Estados, contra lo que Nicolás Maquiavelo y los políticos de ese tiempo enseñan (1595).

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Arte

La propaganda de la Contrarreforma

El Barroco podemos entenderlo como una nueva cultura que impregnó los distintos ámbitos de la vida desde finales del siglo XVI y, sobre todo, durante el XVII, en lo que se refiere al caso español. Este movimiento se ha considerado la manifestación del espíritu contrarreformista, especialmente relevante en el arte y la reflexión política -aspectos que ampliaremos en próximas entradas-.

Pero el término que nos ocupa se identifica comúnmente con un ámbito concreto: el arte. Y fue en el caso de España, dado su arraigamiento ideológico contrarreformista frente al resto de Europa, donde se extendió ampliamente la sensibilidad artística barroca. La exageración ornamental, característica de esa sensibilidad, sirvió de medio propagandístico tanto a nivel político como religioso. Así, la política utilizó ese arte exuberante como manifestación de su poderío, mientras que la religión lo hizo por dos motivos fundamentales:

  • Para responder a la actitud (y crítica) iconoclasta protestante -idea recogida rotundamente en una frase de Santiago Sebastián en su obra Contrarreforma y barroco (pág. 145): “A la Reforma contestó la Iglesia multiplicando las imágenes”-.
  • Para cumplir el objetivo -establecido en el Concilio de Trento– de una eficaz instrucción del pueblo en la renovada moral católica, con lo que el arte se debía caracterizar formalmente por su sencillez y su adecuación de los personajes a las características de los fieles, fundamentalmente. En definitiva, una fácil identificación y comprensión del pueblo con lo representado.

Con el segundo objetivo se conseguía, además de la veneración -planteada en el Concilio- de ciertos dogmas, como la Inmaculada, la posibilidad de ejecutar buenas obras por imitar ejemplos de actitudes representadas, especialmente de santos -clara respuesta a la “doctrina de la justificación por la fe” de la Reforma protestante-. Y es que el recurso al dramatismo de la estética barroca apelaba a los sentimientos del espectador y lo movía a actuar.

El arte barroco como instrumento político, antes señalado, hay que entenderlo enmarcado en las monarquías absolutas del momento. A su vez, esta situación de sumisión del pueblo, así como las diversas crisis que experimentaba (demográfica, económica…), llevaba a éste a buscar consuelo en la religión, cuya expresión más inmediata y humana era el arte.

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Arte

Sobre la representación y el culto en el Concilio de Trento

El tema de la representación y el culto a las imágenes aparece tratado en el decreto del Concilio de Trento titulado “Sobre la invocación, veneración y reliquias de los santos, y de las sagradas imágenes”, el cual tendrá una gran repercusión en el arte de la época.

Del breve documento cabe señalar algunas ideas recogidas sobre la función de las imágenes, como es la idea de la instrucción por medio de ellas, recordando dogmas o narraciones bíblicas, así como la posibilidad de adquirir los fieles ciertas cualidades por imitación de los santos representados.

Por otra parte, también trata el decreto de los abusos de las imágenes, estableciendo la supresión de aquellas que contengan errores dogmáticos, el fin de las supersticiones sobre los santos o la inconveniencia de los excesos en las celebraciones festivas.

Asimismo, cabe destacar, por su especial oposición a las ideas protestantes, la clara respuesta contrarreformista a la acusación protestante de idolatría:

“se deben tener y conservar, principalmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen Madre de Dios, y de otros Santos, y que se les debe dar el correspondiente honor y veneración: no porque se crea que hay en ellas divinidad, ó virtud alguna por la que se merezcan culto, ó que se les deba pedir alguna cosa; ó que se haya de poner la confianza en las imágenes, como hacian en otros tiempos los gentiles, que colocaban su esperanza en los ídolos, sino porque el honor que se dá á las imágenes, se refiere á los originales, representados en ellas” (C. Cañedo-Argüelles, Arte y teoría: la contrarreforma y España, Arte-Musicología, Servicio de Publicaciones, Universidad de Oviedo, 1982, p. 21).

Y es que, además de aclarar la doctrina eclesial católica, el decreto supuso una respuesta a los ataques derivados de la Reforma protestante.

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Los jesuitas en la Contrarreforma Relación Iglesia-Estado

La “razón de estado” o la “ratio religionis”: la dicotomía de un príncipe

Las ideas de Maquiavelo sobre la forma en que el poder político debía llevarse a cabo, así como el papel de la religión en el Estado, contribuyeron a la reflexión sobre tales cuestiones en los pensadores contrarreformistas.

Nicolás Maquiavelo (es.wikipedia.org)Al ser humano le caracterizaba, según la concepción maquiavélica, su egoísmo. Es, para promocionar la armonía y unidad colectivas en detrimento de los intereses individuales, donde tendría su principal razón de ser el Estado. Las medidas tomadas por él responderían a la “razón de estado“, esto es, los recursos (generalmente basados en la fuerza) utilizados para mantener el poder del Estado y conseguir la estabilidad social.

Tales medios serían susceptibles de contrariar la moral católica -entre las maneras de conseguir la unión social se encontraba la posibilidad de desarrollar una guerra hacia un enemigo exterior-. Y es que el fin de Maquiavelo podríamos entenderlo como la convivencia armónica del Estado bajo el poder de su príncipe (sin importar los medios utilizados para ello), mientras que el ideario contrarreformista tendría fines distintos, como más abajo trataremos.

Maquiavelo se basaba en el “naturalismo político”, esto es, el talante práctico que atribuye a la política, el cual implicaría resultados inminentes y visibles, por oposición a lo teórico de lo religioso. Teniendo esto en cuenta, así como los objetivos de la política maquiavélica antes esbozados, se entenderá la separación Iglesia-Estado, o, en cualquier caso, la disposición de la religión al servicio de la política (religión como instrumentum regni) en tanto que elemento de cohesión, idea esta última que tomarán los protestantes.

Y es que, según Giuliano Procacci, Maquiavelo valora la religión -no una en concreto, sino el concepto de la misma- en su obra más conocida, El Príncipe, por su “función de vínculo social y de cohesionante político”; la “religio”, siguiendo con las palabras de Procacci, “no sólo liga a los hombres a Dios o a los dioses, sino que, sobre todo, liga a los hombres entre sí, instituye y consolida un sistema de costumbres y de valores en los que una colectividad se reconoce y se identifica” (Introducción de N. Maquiavelo, El Príncipe (Comentado por Napoleón Bonaparte), Madrid, Colección Austral, 1998, p. 26).

El jesuita Suárez, cuyo pensamiento ya hemos tratado brevemente en la entrada anterior, concedía gran importancia a la moral del gobernante, dado que ésta debía orientarse al fin último del ser humano: la vida eterna en Dios, de acuerdo con la “ratio religionis“. Y es que consideraba que cuanto el dirigente político hiciera (y, por ende, la moral que de ello se derivase) repercutiría en sus súbditos, a quienes dirige. Es ello uno de los motivos por los que el jesuita hablaba de la necesidad de la sumisión del poder temporal al espiritual. Es más, esta línea de pensamiento consideraba, según las palabras de un estudio de Molina Meliá, que “los príncipes necesitan de los sacerdotes más que los simples fieles” puesto que sus pecados serían “más perniciosos, pues inducen a los súbditos a seguir su ejemplo, o les obligan a ello con beneficios, promesas o amenazas” (A. Molina Meliá, Iglesia y Estado en el Siglo de Oro español: El pensamiento de Francisco Suárez, Universidad de Valencia, 1977, p. 164).  De hecho, los dirigentes “no sólo están sometidos en cuanto cristianos, sino también en cuanto reyes o gobernantes”, pues -añade- el “quehacer político, en cuanto relacionado con la moral o el dogma, está también sometido a la alta dirección de la Iglesia” (Antonio Molina Meliá, op. cit., pág. 165).

Se trata, en definitiva, de sendas formas de entender el ejercicio de la política atendiendo a fines distintos.