La importante labor social llevada a cabo por los jesuitas pareció incomodar en gran medida a los distintos gobiernos ilustrados en Europa. Y es que el despotismo ilustrado que caracterizaba a los mismos les llevó a oponerse al control del catolicismo por parte del Papado -a quien los jesuitas profesaban obediencia con un cuarto voto-, pues el propio Estado quería abarcar todo lo que en él sucedía y orientarlo a sus intereses. Así, Portugal fue pionero en la expulsión de los jesuitas (1759), le siguió Francia (1762), y, después, España (1767), cuyo caso es el que nos ocupa, siendo el que trataremos de exponer pese a lo tendencioso de las causas que motivaron tal hecho.
Carlos III decretó en abril de 1767 la expulsión de los jesuitas tras un año de secretas investigaciones. No se había filtrado nada entre el pueblo, y es que el conocimiento por parte de éste de tales investigaciones habría conllevado una importante movilización a favor de los jesuitas, y eso era justo lo que el gobierno quería evitar.
El día 31 de marzo por la noche se habían iniciado los trámites para la expulsión: en dos días los jesuitas fueron recluidos a la fuerza, se les incomunicó del pueblo, se les leyó el decreto que aprobaba la expulsión y fueron embarcados hacia los Estados Pontificios. Los jesuitas estaban esperanzados por la llegada a tales lugares -por su cuarto voto-, más el Papa Clemente XIII no los aceptó argumentando la carestía que vivían sus tierras por entonces. Dada la situación, el rey español trató con Córcega para situarlos allí, mas en un año fueron expulsados por las fuerzas francesas. Finalmente, Clemente XIII accedió al desembarco en Italia. No fue hasta la llegada de Clemente XIV cuando se dio por extinguida canónicamente la Compañía.
El principal argumento que figuraba en el decreto de Carlos III para expulsar a los jesuitas era la de promover el desorden público. Y es que la gran labor social llevada a cabo por los jesuitas, que tenía como base las ideas de la Contrarreforma, les hacía estar cerca del pueblo pero también de la nobleza, y ese amplio ámbito de acción, unido a su consideración de la primacía del poder espiritual sobre el temporal, molestaba enormemente a un gobierno de sus características. De hecho, se pretendía borrar de la memoria de la gente a la Compañía. Así, se prohibió cualquier tipo de correspondencia con jesuitas, la objeción al decreto o dar a conocer públicamente la opinión, tanto positiva como negativa, de tales religiosos.
El citado no podía ser un motivo suficiente para la abolición canónica de la Compañía, desconcierto favorecido por el silencio que caracterizó la expulsión.