José Ovejero: “… no hablo de la crueldad en la vida real -bueno, también pero no es ese tipo de crueldad el que considero ético- sino en la representación artística y en particular en la literatura. Y sí creo que hay un arte cruel, que maltrata al espectador, al que mueve un impulso ético, el de poner en tela de juicio sus valores, sus hábitos, la rutina de sus pensamientos, es decir, que lo saca de la comodidad de su vida para obligarle a mirar de otra manera la realidad, y a sí mismo“.
Fragmento del capítulo 1, Una tradición de crueldad
“Más que en la corrida, en la que sólo participa activamente un puñado de personas –torero, banderilleros, picador, monosabios–, es en las fiestas populares donde se manifiestan con mayor pureza el placer y la excitación por el sufrimiento: en los pueblos españoles en fiestas se puede disfrutar de distintas maneras de torturar animales: en un pueblo se lanza a una cabra desde el campanario; en otro, lugareños con los ojos vendados y un sable en la mano se esfuerzan en decapitar gallinas, cruel versión de «la gallina ciega»; en otro, jinetes al galope intentan agarrar el pescuezo de los gansos que cuelgan de una cuerda para retorcérselo; en otro, toda la población participa en la cacería de un toro, que culmina cuando alguien es capaz de acabar con él de una lanzada; en otro, en fin, los lazos vecinales se estrechan durante la tarea colectiva de ejecutar con dardos a un toro. A estas fiestas con martirio y muerte de animales hay que sumar algunos espectáculos de Semana Santa en los que los penitentes se azotan con látigos o participan en la procesión atados a un madero atravesado sobre sus hombros –los empalados, reinstaurando voluntariamente un suplicio que antes se aplicaba a los delincuentes. El fenómeno de los disciplinantes se revive todos los años en una suerte de autoinmolación simbólica que acompaña a numerosos pasos de Semana Santa. Estos actos, piadosos y crueles a un tiempo, están concebidos para ser contemplados por un público pasivo, ...”